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Es inevitable pensar que dedicar la noche del sábado viendo lo de Mallorca fue un ejercicio absurdo de tiempo libre. Cualquier ser racional que haya luchado como yo la agenda familiar del fin de semana para reservar el sábado al Madrid sabe que no merecíamos ese espectáculo. Cambia pañales, recoge la casa, visita al supermercado… todo el día ganando esos 90 minutos de televisión. Para nada.

Me dijo una vez el cantante Quique González que todos habíamos lanzado una mentira piadosa en la primera cita:

—Ella: ¿Te gusta el fútbol?

—Tú: Sí, pero bueno, tampoco soy un loco. Lo veo, pero no dejo de ir al cine o a cenar por el fútbol. Ejem.

Cuando esa relación se convierte en dos hijas socias del Real Madrid y una hipoteca lo menos que esperas de un partido en Mallorca tras un parón de selecciones son tres puntos. Tres míseros y asquerosos puntos.

Imagino los insultos hacia mí que están pasando por la cabeza de los aficionados de equipos pequeños, acostumbrados a este tipo de decepciones. "Un empate en casa contra la Ponferradina te daba yo, idiota". Pues no amigos del Real Oviedo, Burgos y demás equipos modestos. Se puede ser del Madrid y ser un sufridor. Porque pese al prejuicio que circula en el antimadridismo, los madridistas no seguimos a nuestro club porque gane. Nuestros valores no se basan exclusivamente en la victoria. Nos gusta ser mejores cada día. Sí, mejores que los demás naturalmente. Y nuestro amor por la franja morada está por encima del bochorno de ver a nuestro equipo pasar una hora de partido sin tirar entre los tres palos.

En definitiva, somos más que un club. Como todos. Porque sólo los aficionados al fútbol entendemos lo que significa ilusionarse ante la televisión para recibir una dosis de impotencia, mediocridad, aburrimiento y humillación sin remedio. Apagar la tele y empezar a pensar en cómo te ganas los 90 minutos de mañana contra el Galatasaray a sabiendas de que te espera otra sesión de tiro al plato de Vinicius.