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Tengo para mí que una de las grandes aportaciones del periodismo deportivo de los años 80 fueron las entrevistas en formato test. Parcos en palabras y en el uso de las subordinadas, la mayoría de futbolistas agradecían esa zona segura que les permitía, en una frase corta, opinar sobre su ídolo infantil, su comida preferida o la última película que habían visto.

En esos años 80 de la transición democrática, había también dos respuestas que aparecían siempre, con pocas variaciones. Preguntados por su religión, respondían: “Católico”, y a menudo con la coletilla “no practicante”. Preguntados por su opción política, la respuesta solía ser: “Soy apolítico”.

La mayoría de clubes históricos nacieron como entidades deportivas con un fin social y, por lo tanto, con un trasfondo ideológico. En realidad nadie es apolítico y las opiniones humanizan, pero en el fútbol actual no se ven con buenos ojos. Hoy los futbolistas se han convertido en héroes de cómic, personajes casi de ficción que admiramos desde la distancia por sus superpoderes. La paradoja es que este culto personal, tan íntimo, se fija a través de la imagen real —los goles, las celebraciones, los tatuajes, las novias—, pero raramente a través de la palabra.

Esta semana hemos visto que jugadores como Gerard Piqué, Sergi Roberto o Alèxia Putellas opinaban sobre la sentencia del procés —esa obra de pirotecnia verbal y, en mi opinión, embuste fulero— y recordaban que la cárcel “no es la solución” a un problema que es político. Un paso más allá, también hemos visto a Pep Guardiola pidiendo a la comunidad internacional que intervenga en el conflicto. Enseguida han llegado las reacciones airadas, sobre todo en ese territorio de Mad Max que son las redes sociales, y la lindeza más suave que les dedicaban es que se dediquen a jugar al fútbol y se olviden de la política. Pasan las décadas y es curioso que esta apelación al futbolista “apolítico”, sin criterio, aparece solo cuando sus opiniones son críticas con el orden establecido.