El Barcelona-Real Madrid, una víctima más
El domingo 1 de octubre de 2017, la versión mala de la política se coló en el vestuario del Camp Nou. Allí, los jugadores debatían sobre si se debía disputar o no el partido contra el Las Palmas ante el clima de inseguridad provocado por los violentos incidentes registrados en la jornada del referéndum ilegal para la autodeterminación. El FC Barcelona, presionado por la marea independentista, cayó en la tentación de suspender el partido, pese a que las fuerzas de seguridad consideraban que no había motivo para ello. “Hemos decidido que se jugara a puerta cerrada para que el mundo vea cómo estamos sufriendo y cuál es la situación en Cataluña”, dijo el presidente del club, Josep Maria Bartomeu.
Lo que no contó Bartomeu es que en el vestuario, un rato antes, mientras los jugadores discutían, Messi, aparcado en su taquilla, tomó la palabra y, ante el silencio general, interpeló a su amigo Suárez: “Luis, ¿vos qué sos?”. “¿Qué querés decir?”, respondió el uruguayo. “¿Que qué sos, tú y yo, los que estamos aquí?”, insistió el argentino. “¿Futbolistas?”, respondió Suárez. “Pues los futbolistas, los domingos, juegan”, remató Messi. El partido se jugó y el Barça ganó 3-0 con las gradas dolorosamente vacías.
De nuevo la peor versión de la política se cuela en el fútbol, esta vez con motivo del clásico Barça-Madrid, previsto para el próximo 26 de octubre en el Camp Nou. La Liga de Fútbol Profesional ha solicitado al Comité de Competición de la Federación Española de Fútbol que el partido se traslade al Bernabéu ante el clima de violencia que vive Barcelona estos días. El Gobierno, por boca del CSD, no ve “razonable” que el partido se juegue en esa fecha y en el estadio blaugrana, sin precisar si prefiere aplazamiento o traslado. No está claro que la lección dada por Messi en aquel 1 de octubre vaya a servir de algo en esta ocasión, pero lo que sí está fuera de duda es que la mera discusión sobre si el partido debe o no jugarse en el Camp Nou es un éxito para quienes han decidido alterar la convivencia en Cataluña. Y se vive como una derrota, aunque el traslado o el aplazamiento estén justificados, por quienes desean que la política se imponga a la violencia verbal y física de estos días.
Pero como casi siempre sucede en estos casos, ese supuesto éxito de los violentos encierra en su interior el veneno del fracaso. El Clásico es una de las pocas ventanas planetarias en las que Cataluña y España se muestran al mundo. Es una oportunidad única para exhibir valores como la tolerancia, la solidaridad, la convivencia... El Clásico es la puesta de largo anual de un éxito incomparable: el de contar con los dos mejores equipos del mundo, año tras año, duelo tras duelo. Tener que suspenderlo, aplazarlo o cambiar de sede no beneficia a nadie. Y perjudica, mucho, a la imagen de Barcelona. De salir el Clásico del Camp Nou o aplazarse porque así lo aconsejen los responsables de la seguridad –aunque la decisión esté en manos del Comité de Competición, serán los responsables policiales quienes decanten la balanza, más aún si el Gobierno así lo quiere—, Barcelona se hermanaría con Buenos Aires en el título de ciudad en la que no se puede ir al fútbol. Con no poca guasa, los argentinos ya han tomado nota del asunto y reclaman que el Clásico se juegue en su país como devolución del River-Boca de diciembre de 2018, final de la Libertadores que se disputó en Madrid también por problemas de seguridad.
Los estamentos deportivos tienen ante sí un asunto muy delicado. La oposición de los clubes al cambio de sede es legítima. Altera la competición y plantea problemas logísticos. Pero los temores de LaLiga, la Federación o el Gobierno tampoco son una tontería. ¿Están las autoridades catalanas en condiciones de garantizar la seguridad del Clásico cuando al frente hay un presidente, Joaquim Torra, que anima las algaradas y es incapaz de condenar lo sucedido estos días? El Clásico es un caramelo para quienes quieren atraer la atención del mundo hacia sus reivindicaciones. La decisión sobre su celebración, que deberá adoptarse con criterios puramente técnicos y de seguridad para evitar suspicacias, contiene una insoslayable carga política. Es una buena ocasión para calibrar la altura de muchos líderes, directivos, agitadores… El Barça-Madrid debería jugarse en el Camp Nou, siempre y cuando se den las garantías para ello. Cualquier otra cosa –su suspensión o su celebración entre incidentes— sería una desgracia. El fútbol, por extensión, sería así una víctima más del desastre que se vive en Cataluña. Ojalá la decisión final fuera tan simple como la reflexión de Messi en aquel 1 de octubre de 2017 en el vestuario del Camp Nou. Pero, por desgracia, el procés ya ha envenenado el Clásico.