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Algunos días te preguntan qué tal estás y no sabes ni qué decir, porque en el fondo estás bien y estás mal. Es perfectamente normal convivir con humores opuestos. En un mundo en constante cambio no se vive de una sola manera durante demasiado tiempo. Te volverías loco. Así que en fútbol quizá ya no haya tampoco épocas buenas o malas, sino solo minutos, de forma que cuanto le ocurre a un equipo parezca ser una sucesión de destellos, dañinos y favorables, que se entrelazan.

Esta ambigüedad afecta a los grandes equipos, que persiguen a ciegas la regularidad. Cualquiera diría que el Madrid admite una única verdad suprema: si no estás bien, estás mal. Esa verdad se acabó. El Madrid está bien y está mal. Se leen cosas terribles sobre su estado. Fatal, fatal, fatal, van enumerando los expertos. Y entretanto el equipo se puso líder. Durísimo. Alcanzó tal estado de degradación que no puede caer más alto en la clasificación. Sus miserias recuerdan a las de aquel literato que estaba sin blanca y tomó medidas desesperadas. No al punto de pedir dinero; peor, supongo, pues un día cogió la máquina de escribir, se subió a su descapotable, que llenó de bocadillos de pollo y botellas de whisky, y se dirigió a una casita que tenía en la playa, donde pasó dos meses escribiendo una comedia, que estrenó en Nueva York y salió de la pobreza.

Los aficionados al fútbol nos desentendimos de los largos períodos de felicidad. Nos basta un fulgor. Incluso aprendimos a decir que los días son buenos sin tener en cuenta que son horribles. En Cannery Row, de John Steinbeck, hay un tipo que encarna muy bien este espíritu. Es un pobre camarero que bajo la barra oculta una garrafa con un embudo en el gollete. Todo lo que sus clientes dejan en sus vasos lo vierte por el embudo antes de lavarlos. La mezcla de whisky, cerveza, bourbon, vino, ron y ginebra, y a veces crema de menta o anís, da como resultado un ponche que él encuentra interesante. En última instancia, le sirve para emborracharse y sentirse de maravilla durante un rato.