Drama o virtud
Estamos conquistando un nuevo tiempo en el que para entender al Barça ya no conviene recurrir a los expertos de la pizarra y el mapa de calor, sino a un matrimonio recién divorciado, uno que haya pasado recientemente por el duro trago de explicar la nueva situación a los hijos. "Papá ya no dormirá en casa pero os sigue queriendo igual", podría ser un buen comienzo. "No es culpa de nadie, ni siquiera de Valverde. Ya verás como, con el paso del tiempo, todo irá volviendo a su sitio y lo que hoy te parece una pesadilla terminará con Messi levantando las tres". Los hinchas más incondicionales, como los niños pequeños o los afiliados a los partidos tradicionales, tenemos la enorme ventaja de que siempre estamos dispuestos a creer.
Llega un día en el que uno ya no le pide al fútbol mucho más que dos suspiros por partido: el que se te escapa cuando lo das todo por perdido —minuto uno, gol de Azeez— y el que deslizas con el pitido final, aceptando el abrazo de la muerte con un sencillo "no somos nadie". El pasado sábado, entre suspiro y suspiro, me acordé de esas películas de domingo por la tarde en las que el terror y la risa se mezclan ante la monstruosidad híbrida de un tiburón y un tornado, una serpiente y un cocodrilo, Arturo Vidal y la camiseta del Barça... Son ese tipo de cosas que pintan bien sobre el papel pero que rara vez cumplen lo que prometen, no al menos en el sentido estricto de nuestras expectativas.
De un campeón de Liga, reforzado con Griezmann, De Jong o Firpo, cabría esperar algo más que un esperpento magnífico pero, créanme, de nada sirve encapricharse con la excelencia o cavar trincheras en el descontento. Estas cosas pasan en las mejores familias, no hay de qué avergonzarse. Aún recuerdo cuando los padres de Gonzalito Acuña se divorciaron y él apareció en el colegio con una bolsa de caramelos para celebrarlo. "¿Pero tú cuántas veces cumples años?", le preguntó el profesor de sociales. "Ahora las que quiera", contestó Gonzalito haciendo del drama virtud.