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En mi casa se lleva matando al Madrid desde que tengo uso de razón, si es que esto puede servir como marco temporal de algún tipo. A mi abuelo, que no logró inculcar su madridismo a ninguno de los hijos y nietos conocidos, se lo llevó por delante un infarto cuando yo gastaba unos seis años -supongo que de tanto celebrar en soledad- y su lugar como dique de contención lo terminó ocupando mi madre, que tiene más vidas que un gato y la extraña capacidad de vivir agazapada hasta bien entrada la primavera, siempre a la espera de acontecimientos favorables.

Al Madrid lo matamos en casa, como digo, después de cada tropiezo. Esta pretemporada, sin ir más lejos, lo hemos ajusticiado en no menos de tres ocasiones, alguna de ellas con gran pompa y buenos licores de por medio, dispuestos incluso a asumir los gastos de su repatriación tras el primer descalabro en Nueva Jersey. Y sin embargo, como en tantas otras ocasiones, ha sido disputarse la primera jornada de Liga y ya está mi padre con la pala en el jardín de un lado para otro, intentando descubrir dónde escondimos los últimos huesos. Siempre he pensado que esa imagen explica como pocas la rivalidad entre los dos grandes del fútbol español: papá cavando zanjas bajo los árboles mientras mamá lo observa desde una ventana en silencio, calcetando su venganza.

Con el tiempo he llegado a la conclusión que al Madrid no lo puedes matar, es como una estrella de mar a la que siegas una pata y le salen otras tres Copas de Europa. En Vigo nos recordó algo que a menudo se nos olvida y resulta ser la clave de todo este negocio: en su plantilla figuran algunos de los mejores jugadores del mundo: Ramos en el centro de la zaga, Kroos en el centro del campo, Benzema en el centro del universo... El mismo Madrid de la temporada pasada, en definitiva, con el aderezo de Hazard y alguna que otra especia: suficiente para mantenernos en tensión durante meses, demasiado para aventurarse con la redacción definitiva de su esquela.