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"Speakers" como truenos

La moda se ha extendido a todos los estadios. Los aficionados que poblamos las tribunas hemos de soportar cada jornada las voces de un personaje al que han dado en llamar "speaker", y que nos alecciona como si fuéramos niños para que aplaudamos, coreemos un nombre o celebremos un gol. A veces, una voz atronadora nos ensordece también en el descanso mediante absurdos espectáculos publicitarios o con anuncios cuyo volumen impide comentar las principales jugadas con los compañeros de graderío. Y hasta escuchar la radio por el auricular.

La megafonía de los estadios se usa más contra los aficionados que a su favor: acalla sus voces críticas con recursos invasivos y los toma como rehenes de la publicidad porque no les queda más remedio que soportarla. Ni siquiera Keylor Navas pudo oír los aplausos de la afición madridista en su despedida porque sonaba a todo volumen el himno del club.

Y con esa moda megafónica ha llegado la propia palabra "speaker", obviamente traída del inglés porque quizás alguien pensó que en nuestra lengua se nos había olvidado decir "locutor".

"Speaker" procede del verbo "to speak", que significa "hablar". Por tanto, el "speaker" es literalmente el “hablador” o “el que habla”. Como el idioma español atesora una gran riqueza léxica, podemos traducir también esa palabra, según el contexto, como "ponente", "orador", "conferenciante" o "hablante". Y hasta como "altavoz", porque el término se aplica asimismo a los aparatos de megafonía también llamados "columnas", "altoparlantes" o "bafles" (del inglés "baffle"). En el caso de los estadios, lo más adecuado sería "locutor"; y, si fuéramos benévolos, caritativos y poco rencorosos, lo llamaríamos "animador" (aunque en lo que a mí concierne, lo veo más como "desanimador").

En el Reino Unido se denomina también "Speaker" (con mayúscula) al presidente de la Cámara de los Comunes. Y en Estados Unidos, el Speaker preside la Cámara de Representantes.
Los "speakers" de nuestros estadios asumen misiones menos relevantes: leen las alineaciones como si les fuera la vida en ello, cantan los goles como si a nosotros se nos hubiera olvidado hacerlo o no nos diera la gana celebrarlos, cuentan las sustituciones como si narraran un acontecimiento mundial y nos dan la brasa durante el descanso, además de poco antes del comienzo y tras terminar el partido; amén de dificultar y hasta impedir la libertad de expresión de los aficionados.

Después de todo, lo peor no es el anglicismo.