Cuando conocí a Pablo Ibar hace 18 años...
Hace casi 18 años conocí a la familia Ibar en la prisión de Starke, en Florida, donde estaba Pablo, en el corredor de la muerte de una prisión en medio de la nada, y con dos moteles que vivían entonces de los visitantes de los presos. Cándido, hermano de Urtain, un ídolo de mi niñez, no podía negar que era vasco, de caserío, un pelotari que se había quedado en Estados Unidos, que vivía en otro Estado, y que cada dos semanas viajaba doce horas en coche para animar a su hijo.
Pablo aún no había cumplido los treinta, y en un chiscón de dos metros cuadrados, él encadenado de pies y manos, y yo con papel y bolígrafo, hablamos de su vida en la cárcel, de sus esperanzas, de sus certidumbres, de lo que esperaba de la vida, de sus cambios, porque él reconocía que no había sido un ángel, pero negaba que fuese un asesino, que estuviese envuelto en aquella matanza del dueño de un prostíbulo y dos pupilas.
El joven Ibar quería ser español, como su padre, y quería demostrar que era inocente para visitar el País Vasco, de donde estaba recibiendo tanta ayuda, tanto moral como económica. Y además, quería tener la mente despejada y no descuidarse. Cada día mantenía unas rutinas físicas para mantener su salud, porque sabía que si descuidaba podía convertirse en una piltrafa humana. Y no, él tenía otros sueños para los Ibar.
Siempre se negó a tomar aquella pócima que les daban por la noche los funcionarios de la cárcel, porque “es un brebaje para los locos”, decía Pablo, y él no quería vivir en una nube sin sentir ni padecer. Cuando he conocido la nueva sentencia de esa docena de personas sin piedad me he acordado de aquello, de que tal vez Pablo se abandone al fin, pero es posible que nosotros, los que empatizamos con él, no podamos permitirnos abandonarle por más años que pasen.