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Elogio del fútbol de los niños

Tienen siete años, diez, algunos van, como en el cuento de Roberto Fontanarrosa, como si llevaran la pelota atada a los pies, siguiendo dócilmente sus pasos, hasta que la depositan sobre la piedra dura de la plaza y entonces ya la tienen que dominar, para confrontar su calidad con la de los otros chicos que disputan con ellos la alegría del gol.

Son futbolistas de nacimiento, se podría decir; unos, como mi nieto, que es uno de esos niños, se hizo del fútbol en el último Mundial, viendo a Modric o a Hazard, y son del Madrid o del Barça o del Manchester City, depende de lo que vean en la play o de lo que les vayan diciendo, entre carcajadas e información, los youtubers a los que controlan.

La afición es poderosa, casi un fanatismo. Pero están educados, eso se ve, por maestros que les avisan de que deben respetar a los adversarios, han de darle la mano si se caen; ganen o pierdan, están adiestrados para empatar en la vida: nadie es mejor que el otro. Sin embargo, en ese campo improvisado que es la plaza, quienes los ven, padres o abuelos, o quienes pasen por allí, pueden calibrar pronto cuál de ellos va a ser el genio del futuro. Una de esas tardes en las que acompañé al futbolista de mi familia a la plaza del pueblo había un muchacho que debía tener su edad, los siete años; rubio como Cruyff y pequeño como Messi, o como Modric, se desplazaba a un lado y al otro de la plaza como si él también llevara una pelota atada al espíritu de jugar. Le pregunté el nombre y de dónde era. Gabriel, "lituano de España".

Gabriel fue por un rato, mientras duró el partido loco que jugaron, el mejor de todos ellos, se vio en seguida, por la calidad de sus pases, por su velocidad, por la eficacia del ritmo con el que driblaba, el líder de todos ellos. No era difícil, para quien tenga la mente adiestrada a soñar, vislumbrar en él a un Pedrito de la latitud en la que se estaba produciendo el juego, El Médano, Tenerife, cerca de Abades, donde nació el hoy jugador del Chelsea.

A unos kilómetros de ese estadio infantil improvisado niños como éstos, congregados por José Ramón de la Morena, mostraban en serio, con árbitro, con entrenadores, con uniformes, su ambición de ser algún día como los ídolos que ya no están en los cromos sino en los ipads que les prestan los padres o los abuelos. El fútbol de los niños tiene una cantera que se parece a la cantera que tienen todos los oficios; y como cualquier oficio de los que esperan en la vida juvenil o adulta, sólo requieren ambición, estudio, esfuerzo; al contrario que otras carreras, que seguramente van a seguir, sólo tienen un instrumento, la pelota. Ese es el lápiz con el que van escribiendo el porvenir de una ilusión que rompe redes.

Estos días en que fui, como en mis años de cronista adolescente, espectador de estos muchachos que viven el fútbol como si éste se alojara en lo hondo de su piel, me di cuenta de algo que desde aquellos años no veía tan de cerca: el fútbol como ilusión. Cada muchacho iba solo al campo improvisado de la plaza, buscaba con la mirada a sus iguales, y cuando éstos aparecían y se hacían equipos era como si el duro suelo se volviera una cancha o un paraíso.

Verlos jugar detuvo el tiempo, mientras ellos iban haciendo su propio tiempo que, ojalá, desembocará un día en más fútbol y mejor en los campos serios de la vida.