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Tercer tiempo

Boca y River

Terrible símbolo del fútbol: el partido más esperado, el del siglo, el que no se va a olvidar nunca, se ve envuelto en maldad y armas de herir, de matar. El fútbol se inventó para jugar en los campitos argentinos y en los descampados del mundo, desde Inglaterra a Tenerife y a la China imperial. Y ese extraordinario partido que se juega a trancas y barrancas, como una guerra no declarada que aflora cada vez que algún desalmado enciende una mecha, no es fútbol ni es de Argentina: es la maldad organizada en una mente insana. Las armas, como dice Sietecase en su última novela, tienen la cara de su dueño.

Patria de palabras

Argentina es la patria de Fontanarrosa y de Messi, de Borges y de Alfonsina Storni, de Los Chalchaleros y de Jorge Valdano. Unos hablaron más (Messi habla en los campos) y otros menos, pero todos tienen atrás una educación general básica que los hace sintácticamente impecables. ¿Qué produce este horror de la convivencia en el Gran Buenos Aires que se dispone a ver un partido en estadios que están en la mitología del mundo del fútbol? Un arma, el arma de desarreglarlo todo. De los que esconden la mano y ponen la bala, o la bengala. Aquí hemos tenido casos así; disminuyeron, quizá para siempre.

Memoria de Casillas

Casillas, que fue decisivo, con Xavi, para quitarle hierro a la más importante confrontación futbolística nacional, la del Madrid-Barça, le contó a Valdano el otro día en Universo Valdano qué supuso para él y sus compañeros azulgrana aquella locura que llevó a Mourinho, al final, a meterle un dedo en el ojo a Tito Vilanova. Detrás de aquellas gesticulaciones estaba lo peor de su Casa. Él no querría ver ese tiempo de nuevo. Aquella escalada pudo poner en riesgo el fútbol mismo, enfrentado a exabruptos que ya no remedia ni la policía. Leer con atención a Casillas sirve para todas las temporadas.

Todo es relativo

Antes del Éibar-Madrid EL PAÍS publicó una celebrada entrevista de Jon Rivas al entrenador del equipo armero, José Luis Mendilibar. Desde el título ya es una apelación a relativizar la grandilocuencia (de cifras y de enfrentamientos) del fútbol. Es un juego que concita pasiones, pero al final es lo que pasa en la cancha: juegas, pierdes o empatas. "Estamos perdiendo", dijo el entrenador que luego le ganaría al Madrid de Solari, "la sencillez del fútbol". Y no hay que hacer aspavientos, decía: hay que entrenar, pero donde hay que dejarse la piel, si acaso, es en el campo. Los cojones, ay, no son la materia prima.

Entrenar o hablar

"Algunos técnicos que pasan horas en la ciudad deportiva hacen el paripé", dijo también Mendilibar. Implacable con los de su clase que han hecho de la palabrería un libro de estilo, explicó el de Zaldibar: "Todavía pensamos que se ganan los partidos con el ordenador. Y no". Dicho y hecho: su planteamiento se vio en cómo manejó su estancia en el banquillo el último sábado: sólo se sentó cuando iban 3-0. Luego se quitó importancia, pues al fin y al cabo si no tuviera once para ordenar no hubieran llegado a nada. En el otro partido de la jornada vimos algo parecido: todo depende del último tiro. Y ese es siempre de un jugador.

El caso Dembélé

Me gustó el gesto (futbolístico) de Dembélé: como dice Relaño en su columna del domingo, se ve que a este chico le gusta el fútbol. Si lo ponen hace, si está solo en casa, o en la grada, fabrica sueños imposibles o juegos solitarios que lo engordan hasta el desorden. Valdano también le pone palabras a este caso: si lo quieres ayudar, ponlo. Y si lo pones te hace esa diablura de futbolín que los aficionados queremos tanto: engañar con estilo, trabajar con alegría. Si el fútbol sirviera para reír ya serviría para mucho. Aquí y en la Boca. En Argentina y en cualquier estadio del mundo.

La frase

"Un arma siempre se parece al dueño". Reynaldo Sietecase, autor argentino, en ‘No pidas nada’ (Alfaguara)