El balón como un ojo
El frágil equilibrio del fútbol se sostiene apenitas: en tanto los miles de jugadores amateurs y profesionales respeten a quien vela por las reglas con un silbato en la boca, ya no necesariamente vestido de negro. Salvo contados casos de demencia, no se ha generalizado la probabilidad de que algún delantero se niegue a obedecer alguna decisión arbitral y, peor aún, se le lance encima con un puñetazo que rompa la nariz del colegiado y que quizá no afecte sus contratos por publicidad, el valor de su carta profesional, aunque en el fútbol todo gira con el balón y nos afecta a todos.
Llevamos varios lustros intentando apuntalar el criterio endeble de los árbitros y sus abanderados: Pelé sugirió hace tiempo que la FIFA debería autorizar la actuación de dos árbitros (uno para cada media cancha) y los viejos aficionados aún no nos acostumbramos al silente testigo que suele pararse en la línea de fondo, al lado de las porterías, como un aval del árbitro central; en la antigüedad, el cuarto árbitro servía únicamente para avisarle al central de los cambios de jugadores, calmar los ánimos en las bancas y anunciar los minutos añadidos al final del tiempo reglamentario.
Hace ya tiempo, a la afición se nos presentó como alivio para toda duda un microchip subcutáneo en el propio balón que envía una cibernética señal en cuanto cruza la línea de Gol. Eso convierte al balón en una esfera aún más sensible que las que habían recibido patadas de las viejas glorias y se consideraba el mecanismo infalible para que jamás volvieran los fantasmas de Wembley por errores o gajes de la perspectiva (con mayor o menor número de cámaras).
Ahora se jugará la primera Copa del Mundo con el auxilio de lo que llaman Video Assistant Referee, ya conocido en todos los idiomas como VAR y el balón se volverá córnea continua, retina intocable y testigo como conciencia. En los Estados Unidos de Norteamérica cambió totalmente el decurso de lo que se conoce como fútbol americano cuando hace más de tres décadas incluyeron la Repetición Instantánea directamente en las decisiones de los árbitros. A la fecha, ya es costumbre que los entrenadores desde el banquillo soliciten la interrupción del juego para exigir la revisión en vídeo de cualesquier jugadas dudosas. Esto parece lógico en un deporte acostumbrado a las interrupciones. Algo similar pasa con el béisbol; se tardó más tiempo en incorporar vídeo, pero a estas alturas ya se utiliza como un recurso y, además, es un juego sin límite de tiempo (como el tenis), pero el fútbol del resto del mundo, el que llaman soccer en inglés y calcio en Italia, se convertirá ahora en el ojo de Orwell, la mirada de Big Brother que (en abono de la posible justicia llana de las decisiones de los árbitros) probablemente atente contra su aura de indispensables. Serán instantes en que la órbita ocular convertida en balón confirme la entrañable subjetividad del árbitro como humano con errores y lo descalifique ante miles de espectadores. A la larga, quizá vivamos ahora los prolegómenos de un deporte que se parece cada vez más a su versión electrónica de videojuego.