Si el fútbol coquetea con la barbarie...
En Bilbao se esperaba la visita del Spartak con ánimo lúgubre: cerrar terrazas, cerrar colegios, refuerzo policial, no atender a provocaciones. ¿Merece la pena un partido así? Los presagios se cumplieron, hubo cargas, peleas, sangre y un ertzaina fallecido por un paro cardíaco sobrevenido durante los choques. Un servidor público sacrificado en medio de una gresca absurda e inútil, traída de fuera por una horda de malas bestias que representan una versión 2.0 del viejo fenómeno ultra. No son borrachines insensatos, indeseables de por sí, sino grupos paramilitares, cultivadores del músculo, de la técnica de la agresión y del terror.
En la Eurocopa ya vimos lo que era este nuevo fenómeno. Rusia nos envió una especie de selección de ultras en la que sólo cupieron los ganadores de peleas previas entre los que se apuntaron para la preselección. En Francia se las tuvieron sobre todo con los ingleses, cuya deshonrosa corona histórica de reyes de la barbarie querían arrebatar. Digamos que lo consiguieron. El terror, justificado, con que se les esperaba en Bilbao y el rastro que dejan les hará aumentar su miserable autoestima. Una familia llorará un muerto, ellos regresarán como vencedores de una expedición de castigo, donde su equipo quedó eliminado, pero no ellos.
El fútbol ha coqueteado demasiado con la barbarie. Ha cultivado un experimento antropológico aberrante, consistente en mezclar lo peor de cada casa en una zona del campo para que se exalten unos a otros. Felizmente, en muchos sitios, España entre otros, se va avanzando, mal que bien, hacia el fin de eso. Hay registros de ultras, sus huellas dactilares se comprueban para que no entren, no se les venden entradas para ir fuera... Rusia está en el viaje de ida, donde estaban los ingleses antes de lo de Heysel, pero peor. A los ingleses se les echó cinco años de Europa y de algo valió. Lo de los rusos hay que tomarlo en serio. Antes del Mundial.