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El Mundialito, metáfora de nuestro tiempo

Pasaron los años del Mundialito como metro patrón del fútbol, cuando fundamentalmente se medían los dos grandes pesos del juego: Europa y Sudamérica. Para los millenials, el Mundialito es un torneo plastificado que reúne a equipos de todos los continentes y sólo lo ganan los europeos. Les resultará difícil de entender cómo hubo un tiempo diferente, definido por una igualdad extrema entre los mejores equipos de Europa y los grandes de Brasil, Argentina y Uruguay. Era una época de fútbol igualitario, pero con escuelas muy diferentes. Aquel tiempo, el del Santos de Pelé, el Peñarol de Rocha, Joya y Spencer, los extremadamente competitivos equipos argentinos o el Sao Paulo de Raí, se terminó cuando el dinero y los mejores futbolistas del mundo se instalaron en Europa. La brecha volvió a manifestarse en la última edición. La ganó el Real Madrid con victorias ajustadas, pero con una superioridad absoluta.

El Madrid repitió lo que ha conseguido en sus tres últimas apariciones en el Mundialito, y lo que lograron el Barça y el Bayern Múnich sin despeinarse. Disputado en cada diciembre, el trofeo sólo sirve para coronar a los vencedores de la Liga de Campeones, un trámite que añade muy poco prestigio a los campeones. El Mundialito sonaba antes mucho mejor. Conquistarlo era durísimo. Para los equipos sudamericanos significaba una muestra de autoridad frente al creciente poderío económico de los italianos, ingleses, españoles y alemanes. Cuando la Ley Bosman abrió en 1995 todas las fronteras, el destino giró definitivamente a favor de Europa. Los coletazos del Vélez Sarsfield frente al Milán o Boca Juniors contra el Madrid tuvieron un mérito enorme. Fueron casi los últimos representantes de un modelo de fútbol que agonizaba.

No había dudas del resultado final del reciente Mundialito: lo ganaría el Madrid. No hay incertidumbre posible en el torneo, a pesar del interés que demuestra el equipo blanco por complicarse la vida frente a rivales de tercera o cuarta fila. Derrotó el pasado año al Kashima en la prórroga y estuvo a un centímetro de conceder el 2-0 a debilísimo Al Jazira en las semifinales de esta edición. Esta tentación al patinazo se debió mucho menos a la categoría de sus rivales que a las enormes distracciones del Madrid. Cuando se puso serio, ganó los partidos. Hasta en sus peores momentos, siempre se le veía ganador.

Sucedió lo mismo con el Gremio de Porto Alegre, club de prestigio en Brasil, con todo lo que eso significa: la promesa de buenos o excelentes jugadores y un considerable potencial competitivo. La realidad, sin embargo, informa del declive general de sus equipos, destinados a forjar jugadores jóvenes de gran talento y a venderlos a Europa. Es en la selección donde Brasil puede reunir a sus jugadorazos, dispersos por todo el mundo. El Gremio representó frente al Madrid el paisaje actual de un continente que no tiene el dinero y los medios para replicar en Sudamérica la fórmula que funciona en Europa. Por desgracia, el fútbol es el espejo de una época que privilegia la desigualdad sin que nadie se escandalice. Más pronto que tarde ocurrirá lo mismo en Europa, donde empieza a abrirse una brecha imparable entre los clubes que reciben y ganan dinero a chorros y sus decaídos competidores, destinados a sobrevivir con lo justo, vender a sus mejores jugadores y soñar con un futuro que nunca llegará. Peor aún, el futuro ya está aquí. Las distancias que Europa ha establecido con el resto del mundo son las mismas que se evidencian temporada tras temporada en nuestro entorno, el que limita el éxito de verdad a una decena de equipos. Los demás rara vez abandonan su condición de extras en la película actual del fútbol.