“Indurain, Indurain, Indurain...”
Todavía recuerdo los Campos Elíseos inundados de banderas de España, el cántico de “Indurain, Indurain, Indurain…” durante San Fermín o en las discotecas veraniegas, las siestas aplazadas para ver el Tour de Francia… El mes de julio era mágico. El país ya llevaba años paralizado por Pedro Delgado, que en unas cosas nos transportaba a Bahamontes y en otras, a Ocaña, sus dos predecesores españoles en el palmarés de la Grande Boucle. También veíamos al Tarangu Fuente en él. Con Perico, como con ellos, vivíamos sobresaltados, porque eran capaces de lo mejor y lo peor.
Con Miguel Indurain ya nos acostumbramos a ganar, un día tras otro, sin altibajos. El campeón de Villava era un valor tan seguro que a veces añorábamos algo más de emoción e incertidumbre. Así éramos los españoles de entonces. Nos iba la marcha. Por eso en el top de sus grandes éxitos recordamos también aquel ataque lejano en el Mortirolo, rematado con un desfallecimiento en el Valico de Santa Cristina. “Una pájara molto grande”, explicó luego Indurain en la RAI. Ahí verificamos que el extraterrestre era humano. Ya le queríamos mucho, pero desde entonces le quisimos un poco más. Su reinado ocupó la primera mitad de los 90 y coincidió con Barcelona 1992. Fueron los años en los que España comenzó a habituarse a ganar. Con Indurain al frente.