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El fútbol es un juego de niños

El maitre doraba con un baño de ron en llamas la capa exterior del soufflé cuando le pregunté con un guiño si seguíamos ganando 0-1 en Bilbao. Tenemos un código común desde hace algún tiempo, y con comensales tan merengues como el propio soufflé suele salir en mi ayuda por nuestra común causa azulgrana en territorio más propicio para el madridismo, especialmente en estos tiempos. “Lo estoy dejando”, me respondió con una mueca entre seria y triste. No tuvo que explicarme más. Traté de animarlo con un gesto, como diciéndole que ahora más que nunca no hay que desfallecer en nuestra agnóstica fe blaugrana.

Pocos días después en un grupo de WhatsApp me llegaba el vídeo de un aficionado. Vestía la camiseta naranja que el Barça llevaba el día que ganamos nuestra primera Copa de Europa, la del gol de Koeman. Le decía a su prima que le grabase: “Me pongo esta camiseta cuando veo al Barça desde el 92, pero no aguanto más’, y comenzó a desgarrarla con sus manos, haciéndola jirones, mientras soltaba comentarios irreproducibles y concluía con un sonoro “Viva España”.

No son tiempos fáciles para ser del Barça fuera de Cataluña. Fue lo que traté de explicar en una charla a la que me invitó la peña barcelonista de Santa Coloma de Gramenet aprovechando un viaje a esas tierras. Junto a la elocuencia académica de Ramón Besa acerca de lo que significa el Barça y el tono divertido, genial e irreverente de Santi Giménez, trataba yo de aportar la otra visión, la del aficionado culé que sufre por su equipo y por la situación de Cataluña a mil kilómetros de distancia. Por eso demandaba al club un gesto de cariño también para los culés de la ‘diáspora’, donde no todos tienen por qué compartir algunos gestos o decisiones de la entidad en todo este proceso.

Mi hijo Mario tiene 11 años recién cumplidos, y además del Pontevedra (donde juega como su hermano Daniel en las categorías inferiores) es hincha del Barça, como su padre y su abuelo. En mi familia los valores se transmiten de generación en generación.

Debajo de nuestra casa hay una placita en la que todas las tardes un grupo de chavales juegan unas pachangas de fútbol. Además de camisetas del Madrid, del Athletic y del Atleti, del Celta y del Pontevedra, se ven también del Barça, las que llevan Mario y su vecino y amigo Adrián. Hace unos días un adulto le dijo a uno de ellos que parecían extranjeros. Cuando nos enteramos el señor ya se había ido. Casi mejor.

A su edad Mario no entiende nada de lo que está pasando, y mucho me temo que aunque fuese adulto tampoco entendiese esta locura de unos y de otros. Él sólo sabe que el Barça es el mejor equipo del mundo y sueña con que este año de nuevo volvamos a ganarlo todo. A Pontevedra aún no han llegado los fríos, con este otoño galaico tan loco que estamos viviendo, pero la pasada noche decidió sacar del armario el edredón del Barça para arroparse en cama y pidió permiso a su madre para llevar a la escuela la camiseta azulgrana que le trajeron los reyes el año pasado. Nada hace más grande al fútbol que los sueños de un niño.