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“Míchel, Míchel, el mejor...”

Míchel fue en su momento el patito feo de la Quinta del Buitre. El último en subir. No lo hizo hasta el verano de 1984, junto a Ochotorena, portero titular del Castilla con el que habían ganado la Liga de Segunda División. El último de la Quinta en asomar la cabeza, pero pronto ganó posiciones hasta convertirse en uno de los ídolos del Bernabéu. Personalidad, atrevimiento absoluto, flecha letal con desborde por la banda derecha y bananas maravillosas al área donde Hugo Sánchez y Butragueño hacían el resto. De ahí vino el cántico de la grada en aquellos maravillosos 80: “Míchel, Míchel, Míchel el mejor, el mejor, el mejor, ooohhh”.

La vida es tan caprichosa que antes de que Amancio lo subiese en aquel verano del 84 al primer equipo, estuvo cerca de irse cedido al Málaga. Una vez me lo comentó: “Creo que el club llegó a negociar con ellos, pero no se concretó porque el Madrid pidió mucho dinero y una opción de recompra. Yo ya creía que mi etapa en el Madrid se acababa y que tenía que empezar a buscarme la vida”. Siempre sintió sobre él una sospecha que tampoco terminé yo de entender. Algo de eso hubo el día que se fue del campo en mitad de un alirón liguero en un Madrid-Español. Se equivocó, pero que nadie dude de su madridismo sincero y honesto...

De hecho, lo sucedido en La Rosaleda el pasado domingo le ha reforzado ante ese particular Tendido del 7 que hay en el Bernabéu (ahora lo sufre Cristiano). El Málaga luchó bravamente y se dejó la piel, como fue palpable con el partidazo volador de Keylor. Míchel hizo lo que debía. Ser profesional. Pero, una vez consumado el 0-2, su interior se sintió bien. Su madridismo a prueba de trampas había salido indemne. No era un marrón, como bien dijo él en la víspera. Pero a otros