Bicho raro
Por suerte he jugado mucho al fútbol. Y por desgracia he vivido demasiados capítulos violentos por la poca educación de unos pocos en los partidos de chavales. Estos días, con los bochornos de Alaró y Andorra, he recuperado imágenes que creía olvidadas de salvajes que, no lo olviden ni señalen a este deporte, se comportan igual en la plaza que en la grada. Recordé padres insultando al colegiado, padres despotricando del entrenador por sentar a su figura o al compañero de su hijo por no pasarla, padres increpando al rival y padres enzarzados con otros aficionados. Padres, muchos de ellos, que siempre faltaban a las reuniones con los profesores, pero que pedían el día libre en el trabajo para no faltar a las pachangas de sus críos.
Mi peor día entre violentos lo viví con solo diez años. La impresión de niño siempre se graba. Mi equipo jugaba un derbi en el pueblo de al lado. El resultado se puso pronto a favor, por lo que una minoría de padres rivales comenzó a calentar el ambiente para medrar, favorecidos porque nuestra familiar afición no se había desplazado. Los improperios más graves fueron los del alcalde y los peores iban dirigidos hacia mí. El partido era una guerra más ardiente fuera que dentro, hasta que mi padre, nada asiduo a mis partidos y noble cuando él jugaba, alzó la voz: “Vámonos de aquí”. El regreso a su lugar de nacimiento le estaba doliendo. Sin embargo, la amenaza de parar el balón y quitarles el juguete a un par de bárbaros enfrió a todos. El partido acabó y, tras volver todo a su cauce, el alcalde, un cuatro por cuatro, esperó a mi padre, un dos por dos. Un cruce rápido de insultos después, ya en privado, volvimos a casa. El “te voy a arrancar la cabeza” de mi padre, que pensaba que yo no miraba, me impactó.
Un antes y un después
Jamás se lo he preguntado, pero desde entonces mi padre desconectó de mis partidos. Mientras los de mis compañeros, en los primeros torneos de niños o en los competitivos encuentros de adulto, jaleaban cerca de los banquillos, casi todos con exquisita educación y soportando alguna excepción, él dejó de ir al fútbol. Sólo regresó cuando un entrenador le avisó de que en casa tenía un proyecto interesante de mediocentro. Mi madre, mientras, se quedaba en casa rezando, quizás creyendo que mi vida era tan arriesgada como la de un torero. Desde entonces, mi padre acudía con el periódico en la mano sin hacer ruido y se ubicaba en el córner más lejano al gentío. Más de una vez escuché, "el padre de Matilla es un bicho raro". Seguramente tenían razón. A diferencia de lo que veo ahora con padres que quieren resarcir con sus hijos fracasos de juventud, jamás se dirigió a mí en un campo, ni al rival ni al entrenador. Sólo me pedía que me divirtiera y estudiara. Cuando un técnico le sugirió ¡con 12 años! que yo tenía más culo que James, ese día cené pizza en casa. Y cuando el Albacete me animó a estudiar, celebró mi vuelta a casa como si hubiera marcado en una final de Champions.
Mi padre no es un ejemplo de nada, aunque para mí lo sea de todo, pero he confirmado ahora que lo que un crío ve, lo suele imitar. La educación lo es todo y el único camino para encontrar una solución a la lacra que está de moda. Por eso yo, que aún no soy padre, espero poder ir pronto a ver a mi hijo o a mi hija y plasmar lo que he mamado. Si elige tocar el piano, perfecto. Si prefiere el teatro, adelante. Pero si le da por el fútbol por continuar una saga, ya tengo claro lo que intentaré: ser un bicho raro. Acudiré al campo con mi AS en la mano (que no Ipad), me sentaré en la esquina para ver el partido con una incurable envidia y centraré toda la energía en dar respuesta a una pregunta que siempre me hago: por qué las manos están obligadas a trabajar hasta los 67 años y a los pies sólo les dan cuerda, como mucho, hasta los 40.