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Balada triste en París

Nada. Esta es una balada triste de París. Escenario de encuentros felices, el de anoche fue en París la fiesta del PSG, la triste letanía de un Barcelona que se sentó a esperar la guillotina. Sin otra cosa que hacer que desaparecer, fue perdiendo como esos cadáveres tristes de César Vallejo, sin entusiasmo ni convencimiento, rendido antes de saltar ante el tigre, atemorizados por la nube negra que inauguró el marcador y que ya no cesó de golear al Barça. Cuando pierdes por 4-0 da igual haber perdido por 40 a 0.

Todo. Todo estuvo en las manos, en los pies, del PSG, como si volara un cuervo sobre el campo del Barça. A los aficionados nos cabe siempre la esperanza de un respiro; y hacía mucho tiempo, quizá años, o quizá desde la enorme derrota ante el Bayern, que no vivía un partido así, perdida toda esperanza no sólo en los pies de los futbolistas, sino en su cabeza, en las extremidades inexistentes de la calidad y de la esperanza. Cuando se pierde el entusiasmo se pierde todo, en el fútbol y en la vida. En circunstancias así lo único que queda es la posibilidad de un milagro. Pero en eso creemos los que vemos el partido con la camiseta de la afición. Estos jugadores de anoche eran pálidos como la última madrugada de la vida.

Oscuro. Hay unos cuadros de Francis Bacon en los que las caras de las personas parecen desaparecer detrás de un viento sin nombre, de un aire sin pintura. Esas caras están como diluidas, rotas, son un espejismo fantasmal. Así fueron anoche las caras de Piqué, de Busquets, de Iniesta, de Luis Suárez, de Neymar, de Messi… Que Messi desaparezca todo un partido es como para llamar a la Interpol del Fútbol, a ver dónde se ha metido ese crío. Ninguno de ellos hizo por pescar nada en el río revuelto de la impotencia; y en medio de ese arenal vacío que fue el campo barcelonista los del PSG arreciaron como si vinieran de una noche de descanso entre las mieles del paraíso. Por el contrario, el equipo azulgrana era tan oscuro como si su cara fuera tiznada una noche entera en la soledad del infierno.

El rostro. El resumen de ese rostro roto del Barcelona fue la cara de Luis Enrique. Un rostro que anoche en el Parque de los Principes parecía tener tan solo medio lado; el otro medio desapareció en lo hondo del banquillo, donde los entrenadores se dejan el alma que ya no quiere seguir mirando. Con esa barba de adolescente tardío, triste como la despedida de un amigo, el entrenador asturiano fue a la vez todos los signos del fracaso. Nada por aquí, nada por allí: la prestidigitación balompédica de los tristes, el mal augurio para una eliminatoria que ya sólo se puede empeorar. Los aficionados somos los únicos que podemos esperar, porque nosotros no somos de los resultados sino del alma de la historia. Y somos de este Barça, somos también del Barça que pierde. Si no tuviéramos respeto a esa historia esta noche nos hubiéramos metido debajo del banquillo, como hizo el técnico azulgrana cuando el vendaval ya no tenía otra alternativa que la huida y el descrédito.

Triste. Es una balada triste. Esto sucede a veces en la vida, y les sucede a nuestros equipos. La desgracia de perder es una medicina que acompaña a la afición para que se sienta de veras la alegría que supone ganar. Soy del Barcelona desde que perdía; la tristeza de anoche no me baja de ese caballo triste de París. Balada triste de París, triste balada del Barça. Volveremos y jugaremos a ser del Barça también cuando es goleado.