Carolina Marín, de Extremo Occidente

El sexto oro nos llegó en un deporte hasta hace poco extraño en España, pero en el que nos ha nacido una campeona imprevisible. Recuerdo como si fuera ayer la visita que nos hizo a AS, hace dos años, tras ganar su primer Mundial. “Soy dos personas”, nos dijo, “fuera la de la pista soy normal, pero dentro soy una leona”. Lo he recordado estos días viendo sus gestos, su rabia, su modo fanático de entregarse, sus gritos para comer la moral de la adversaria. He recordado también lo que hace poco dijo su entrenador, Fernando Rivas, sobre la dureza de sus entrenamientos. “A mi hija no le haría pasar por esto”.

Trabajo, trabajo y trabajo, así ha llegado al oro. Era una bailona, nos dijo, y un día vio bádminton y se fascinó. Desde entonces, todo trabajo es poco para ella. Y cuando juega, la dulce chiquilla de ojos tiernos y suave acento onubense se convierte en una fiera corrupia. Es notable cómo ha llegado a dominar este deporte, cómo avasalla a las rivales de Oriente, la región de la tierra que tenía la exclusiva del bádminton. Ella, nacida en el Extremo Occidente, en Huelva, por ahí por donde salieron los barcos de Colón a buscar las Indias en la dirección por la que se pone el sol, se ha hecho la dueña del cotarro.

Algo encuentro en ella que la emparenta con los pioneros de otros tiempos, los Santana, Nieto, Ballesteros o Paquito Fernández Ochoa, que metieron en nuestro salón, vía televisor, deportes a los que hasta entonces no habíamos prestado atención. Como ellos, pertenece a una estirpe especial. Y al reducido grupo de los que se han permitido alguna vez parar a España frente al televisor, como tantas veces ha hecho Nadal, su ídolo, con el que comparte la zurdera y la pasión de su juego. Nos ha llenado de orgullo. Si una chica española arrebata el bádminton a sus propietarios naturales, es que no hay nada imposible.