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Brasil-2016 y los valores del deporte

Aunque más austera que las últimas, la ceremonia inaugural de Brasil-2016 me resultó grata. Vi a Brasil (incluso en los abucheos del público a sus autoridades) y vi al deporte presentado como depósito de valores. La ceremonia reivindicó el cuidado de este planeta que nos estamos cargando, al inundar de verdor los cinco aros, o al elevar el pebetero al sol. Y reivindicó la solidaridad con los desfavorecidos, con esa delegación del equipo de expatriados, colocada en lugar distinguidísimo, como no podía ser menos, y con el reconocimiento a la tarea de Keino Kipchoge en favor de los niños.

Y, como dijo Juan Mora ayer en estas páginas, cuando sale el toro todo el mundo se sienta. Cuando escribo, todo se está desarrollando con normalidad, sin más salvedad de un despistado que se dejó una mochila en la zona de meta del ciclismo, que los artificieros hicieron explotar por si las moscas. Pero ahí no había nada, salvo esa sicosis inevitable que nos va invadiendo por el empeño de unos salvajes en impedirnos cualquier alegría de vivir. Pero ese sobresalto pasajero no restó un ápice a la belleza y la emoción de la prueba ciclista, en la que Purito se batió como un jabato y obtuvo diploma en su retirada.

Me gustó la ceremonia a pesar de que al llevarse a Maracaná, en lugar de al estadio olímpico, el desfile careciera del espacio natural de la pista de atletismo, tan simbólico. Pero Brasil se mostró a sí misma, desde la garota de Ipanema, encarnada en Gisele Bundchen, a Vanderlei de Lima, el maratoniano al que un espectador imprudente tiró al suelo en Atenas cuando iba en cabeza, y tuvo que conformarse con el bronce. Para él fue el honor principal, en lugar de Pelé, que no estaba en condiciones. Maracaná y Pelé, juntos, quizá hubiera sido un exceso de peso futbolístico. Casi preferí que fuera Vanderlei de Lima.