Muhammad Ali se jugó todo por otros
En mi despacho de AS tengo las fotos de tres grandes, mi podio personal en la historia del deporte. En el centro está Ali, flanqueado por Pelé y Jordan. Algunos me discuten el segundo o el tercero, pero nadie me discute a Ali, representado por esa gran foto en la que reta a Sonny Liston, caído en el suelo. La suya fue una aventura única. El héroe deportivo que arrostró unas consecuencias durísimas porque, como dijo ayer Obama, “habló por los que no podían”. Y lo hizo en años, no olvidemos, en los que fue asesinado Luther King. Aquel posicionamiento en aquella América no era una broma.
Pero él lo hizo, poniendo en juego su carrera, su fortuna, su vida. Poniéndose enfrente a la mitad de su país, si bien era la mitad que menos le importaba. La mitad blanca y reaccionaria que aún aplaudía los asesinatos del Ku Klux Klan y que sufría con cada una de sus victorias. Aquellas victorias gloriosas, inapelables, boxeando como nunca se había hecho en la categoría máxima, moviéndose con la ligereza de Sugar Ray Robinson. Esbelto, bello, procaz, ocurrente, canturreaba en rap sus pronósticos, anunciando el asalto en que iba a ganar. Su boxeo era una forma de perfección.
No querer ir al Vietnam (‘ningún vietcong me ha llamado negro’) le partió la carrera. Cuando regresó era otro, nos perdimos sus mejores años. Pero fue entonces cuando se produjeron sus combates míticos, los choques con Frazier y Foreman. Ya para entonces la sociedad americana iba virando. Y más había virado cuando llegaron los JJ OO de Atlanta y le correspondió, ya atacado de parkinson, encender el pebetero. Su causa se había entendido por fin, ya era la causa de casi todos. Quedan sus videos, quedan un par de grandes libros, queda un ejemplo. El deporte sirve para más que para divertir.