En el Día Internacional de la mujer. Firmado: un hombre
Ignoro si el dato es relevante, pero lo pongo de manifiesto. He estudiado en un colegio de curas donde no conocí más representante del sexo femenino que la profesora de Física, con la que existía poca química. Entre los pasatiempos del recreo estaba subir a la grada más alta del campo de fútbol, asomarse a la calle y gritar al paso de alguna joven con uniforme. Imagino que hubiéramos reaccionado igual de haber visto cruzar a un escocés con una gaita. Creo que no era la falda lo que nos excitaba, sino el exotismo de lo infrecuente. En pleno desarrollo de las habilidades comunicativas, lo más sencillo era gritar. Gritábamos mucho en aquella época.
Pese a todo, juraría que mi relación con las mujeres fue relativamente normal. Las taras que pudiera crear la falta de integración intersexual quedaban minimizadas por las taras propias de la adolescencia: aunque en los espacios cerrados consiguiera reprimir los gritos, tenía claro que las mujeres eran seres mitológicos, aunque legal, social y antropológicamente fueran exactamente iguales a los hombres. Admito cierta incongruencia en la frase anterior, pero los cerebros son caminos con curvas.
Superé la inmersión que supuso el COU y me integré en el mundo de los adultos sin apenas secuelas. Los azares del destino y la distribución de becarios que hizo la Agencia Efe me llevó al periodismo deportivo. Me sentí inmediatamente a gusto porque al principio no encontré muchas diferencias con el colegio de curas: la preponderancia de varones era casi abrumadora.
En años posteriores asistí a un leve proceso de apertura que resultó gratificante. Hago memoria y asocio la llegada de las compañeras con la irrupción de la modernidad en redacciones donde todavía sobrevivían algunas máquinas de escribir. Sospecho que ninguna especialidad periodística vivió tan lentamente el cambio como la deportiva. Y no lo achaco tanto a los periodistas como a la costumbre: durante años, las mujeres estuvieron socialmente alejadas del deporte. El fútbol, como el coñac, era cosa de hombres.
Nunca advertí entre mis compañeros de generación el más mínimo trato sexista. Los jóvenes estábamos todos del mismo bando y que nadie entienda esta afirmación como una negación del papel de los veteranos, seres venerables y en algunos casos mitológicos (soy penosamente mitómano).
Está demostrado que las mujeres participan en desventaja del mundo laboral, no hay más que leer cualquier informe al respecto. Lo sé, pero no lo he visto. O quizá me haya faltado la sensibilidad para verlo. Tal vez alguna compañera me haga algún apunte al respecto.
Si nos ceñimos al periodismo, creo que la crisis lo ha allanado todo, con dramáticos efectos generales, pero también, y concretamente, con un efecto democratizador: en el subsuelo nadie tiene ventaja.
No soy partidario de las cuotas, aunque admito que hablo de oídas. No veo la utilidad de los ‘Días Internacionales de’, pero tampoco quisiera pasarme de listo. Entiendo que la educación está en el origen de todo y me parece que antes de señalar a las mujeres trabajadoras habría que señalar a los hombres que discriminan, a los que no dieron el grito a tiempo.