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El central que quería volar

Cuentan los que le conocieron de niño en La Pobla de Segur que un día el pequeño Carles, después de ver una película de Superman, se puso un mantel de la mesa como capa y se tiró por la ventana. No había enloquecido, simplemente su gesto obedecía a que quería volar. La anécdota no únicamente es cierta sino que destaca un rasgo definitivo de la personalidad de Puyol. Para él no hay nada imposible.

Llegó al Barcelona desde su pueblo no como defensa, sino como delantero, para probar con el Barça pero los técnicos que le evaluaban no veían en él nada especial. Excepto Joan Martínez Vilaseca, quien le definió como “el chaval de los que han llegado a este equipo que más ganas tiene de quedarse”. Fue esa determinación la que le permitió permanecer en el juvenil del Barça y la que pocos años después le permitió seguir en el Barcelona cuando su traspaso al Málaga estaba no solo apalabrado, sino hecho, pactado y firmado. Y a partir de ahí, ese chaval que únicamente destacaba porque “le ponía ganas como nadie” acabó convirtiéndose en el central más determinante de la historia del Barça.

Y mucho más allá, Puyol cimentó su leyenda en una capacidad sobrehumana para recuperarse de lesiones en un tiempo récord, en jugar con las articulaciones hechas fosfatina, en secar al delantero más peligroso del equipo rival y en parar balones que iban a gol con la cara, en lucir máscara con un halo de guerrero que siempre tuvo. Y, por encima de todo, con gestos de una deportividad apabullante, como el del mechero en el Bernabéu, el del bailecito de Thiago y Alves en Vallecas cuando el Barça ya iba ganando por cinco goles de diferencia. Y, todavía más generoso por su parte, el de dejar a Abidal recoger la Copa de Europa en Wembley tras derrotar al United. Esa capacidad únicamente la tiene alguien que es un Superman. Puyi es el central que quería volar.