Un futbolista luchando contra la ELA
Muy buenos días a todos, yo estoy aquí principalmente por mi condición de enfermo de ELA. Y así me dirijo a ustedes. Pero debo ser siempre justo con mis otras condiciones, entre las que destacan la de periodista y la de futbolista. Desde la primera, vengo tratando la compleja enfermedad que sufro a través de un blog semanal en El Confidencial, tribuna que cada vez coge mayor vuelo y obtiene un mayor respaldo de lectores ávidos de conocer qué es esto de la ELA. Pero es desde la segunda condición, la de jugador de fútbol, desde la que veo más apropiado hablarles hoy.
Lo entiendo mucho más apropiado tras los incidentes ocurridos el pasado domingo, conocidos por todos, y que son la muestra de que hay demasiados que aún acuden a campos de fútbol sin haber entendido lo más mínimo sobre qué es esto del deporte: actividad llamada a mejorar al ser humano, y no a devolverlo a la época donde vivíamos en cavernas.
Lo quiero hacer, además, en un marco como este que nos brinda la AFE, asociación de la que soy afiliado desde el año 2007, a la que considero mi casa, y a la que estoy infinitamente agradecido por una jornada como esta. En definitiva, durante cinco minutos, les voy a hablar de mi enfermedad con las botas de fútbol puestas.
Y es que el fútbol es la respuesta a las preguntas más complejas que me han hecho últimamente. Preguntas que yo también me acabo haciendo, pero siempre a posteriori, cuando podemos pararnos a pensar por qué somos como somos, de dónde nace nuestra manera de ser.
Los primeros síntomas de la ELA empiezan a aparecer en un proceso que dura meses, roza lo desesperante y acaba tiñendo tu día a día de un tono gris que todo lo cubre. Los doctores, que aplican la acertada lógica de que lo menos frecuente es eso, lo menos frecuente, apartan de sus primeras hipótesis algo tan temido y fatal como es la esclerosis lateral amiotrófica. Pero es el tiempo, que jamás notarás que pasa tan lento como en esas semanas eternas, el que poco a poco te mete en un pasillo largo donde todas las puertas de escape laterales se van cerrando, viéndote abocado a pasar por la que hay al final, donde accedes a un lugar muy oscuro: allí donde se hace firme el fatal diagnóstico.
Y les voy a contar lo que sentí y lo que pasó dentro de mí. Lejos de abrumarme, yo encendí desde el primer momento la luz de esa sala oscura en la que, a la fuerza y de improviso, la vida me había metido a los 33 años. Con tranquilidad y sin perder los nervios acepté la situación, quise conocer el lugar donde me hallaba, qué opciones tenía, qué me esperaba allí y, más importante, no perdí ni un segundo de mi tiempo en lamentarme y en hacer comparaciones con los lugares fabulosos de donde venía.
Los demás no entendían que yo fuera capaz de ver luz entre tanta oscuridad. Desde fuera, fueron entendiendo que me encontraba entero, que seguía vivo y que quería vivir, que quería ver qué pasaba conmigo, hasta donde podía llegar. Y ahí empecé a rodearme de gestos de asombro que acababan en las preguntas de que os hablaba al principio:
¿De dónde sacas esa fuerza?
¿Cómo es posible que reacciones así?
¿Por qué no te quejas?
¿Por qué no te desborda ver tan de cerca el sufrimiento inminente y la posibilidad de una muerte cruel y temprana?
Metido en el fragor de mi batalla particular, yo no me paraba a pensar para dar respuesta a esas preguntas. Yo solo actuaba según me dictaba la forma de ver la vida que siempre he tenido. Pero las caras de asombro se multiplicaban según iba dando a conocer el diagnóstico, y la insistencia de las mismas preguntas aumentaba. Llegó un momento que me tuve que detener unos segundos e intentar responderme esas cuestiones a mí mismo.
Y la respuesta que encontré fue la misma para todas ellas. Es muy sencilla y ya se la he anticipado: EL FÚTBOL.
Porque fue el fútbol el que me enseñó a esforzarme día a día sin importar el pasado ni añorar un futuro que no se conoce.
Fue el fútbol el que me mostró que todo puede suceder en un segundo inesperado, tanto lo mejor como lo peor.
El fútbol también me dio instrucciones para entender que, ante cualquier imprevisto, no queda otra que buscar soluciones y jamás excusas, que son las que te hunden más y te hacen perder un tiempo valioso.
En la cautela del ‘partido a partido’, el fútbol me demostró que jamás hay que tirar las campanas al vuelo ni arrojar tampoco la toalla, dándome una virtud impagable como es la mesura.
Dentro de un vestuario de fútbol aprendí a dominar mis miedos, a respetar los miedos de los demás y a sentirme libre asumiendo responsabilidades. Me hice hombre mucho antes que la mayoría de mis amigos por el simple hecho de tener un examen semanal donde constantemente se actualiza tu prestigio y para lo que no sirven excusas de ningún tipo. Y es que en el terreno de juego no hay árboles donde esconderse y acabas siendo muy consciente de qué has hecho mal o bien, por qué lo has hecho así y en qué puedes mejorar. Porque siempre se puede mejorar. No lo olviden: siempre.
Y también fue el fútbol el que me enseñó a pensar en los demás. En la fortaleza del grupo. En el bien común. En ayudar al que se encuentra en apuros, pero no por condescendencia, sino por la más genuina solidaridad. Solidaridad que solo se presta totalmente cuando no hay engaños, cuando identificas que quien lo pasa mal, ya está dando todo lo que puede dar de sí y aun así necesita tu apoyo.
Y también disfruté compartiendo esfuerzos al lado de gente mejor que yo, sin que la envidia jamás apareciese porque, sencillamente, los mejores me hacían mejor a mí. Y porque aprendí muy pronto que hasta los mayores cracks de cualquier disciplina acaban necesitando de la ayuda y comprensión de quienes les rodean para ser aún más grandes y poder aspirar a las más altas cotas.
Y, señores, por encima de todas las cosas, el fútbol me enseñó a soñar en mayúsculas. Siempre con los pies en la tierra, pero soñar más allá de las nubes.
Cuando tanto yo como mi seres queridos recibimos el pasado verano mi fatídico diagnóstico, fue algo así como encajar tres goles seguidos a falta de cinco minutos para el final del partido más importante de nuestras vidas. Y yo, simplemente, reaccioné como lo haría vestido de corto, hice lo que he hecho siempre. Fui a recoger el balón del fondo de nuestra portería, lo lleve al círculo central y me dispuse a levantar uno a uno a la mayoría de mis ‘compañeros’, que yacían entregados sobre el césped con ganas de estar en cualquier otro lado y no viviendo ese infierno.
Y ya voy acabando.
Desde ese momento, solo les quiero hacer ver a quienes leen mi mensaje todo aquello que me han enseñado desde bien pequeño: que los partidos se juegan hasta el final. Que mientras hay vida hay esperanza. Que no hay minutos de la basura y que jugar es de por sí un regalo sea cual sea el resultado. Que debemos disfrutar hasta de la peor de las derrotas, pero disfrutar porque lo damos todo, porque peleamos hasta el último suspiro. Porque sintiéndonos fuertes, ansiando mejorar y haciendo equipo, cualquier sueño se puede convertir en realidad. Porque, hasta que el árbitro no pite el final, cualquier remontada siempre será posible.
Y, además, porque siempre habrá un niño mirándote y al que le debes dar el mejor de los testigos: tu ejemplo.
Muchas gracias.