Toñín, torero y verso suelto
Hace algún tiempo (bastante), conseguí dos entradas para una joven de nacionalidad paraguaya que tenía como máxima ilusión ver un partido en el Bernabéu. Por alguna razón que no recuerdo ahora, Toñín el Torero fue el depositario de las localidades. De modo que, tras explicar a mi estimada extranjera cómo llegar a California (la cafetería, no el estado federado) le indiqué que allí debía encontrarse con un hombre vestido de torero. Ignoro qué pensó de mí, de Toñín, o de los españoles en general, pero tengo por seguro que disfrutó del partido y ese era el objetivo.
Admito el componente freak de la historia y del personaje. Comprendo las reticencias de algunos y entiendo algo peor los complejos de otros. Asumo la estupefacción que deben causar sus costumbres en Paraguay o en Suiza. Pero les diré algo: Toñín sabe reírse de sí mismo, un síntoma de inteligencia del que no pueden presumir muchos potentados, ni siquiera muchos toreros. Y no sólo eso: en una época de férreas militancias, Antonio es un verso suelto dentro del madridismo, un aficionado independiente, afectuoso, pacífico y optimista.
Si se viste de torero o se acompaña de parte del instrumental es una cuestión completamente menor. Otros se visten como sus hijos y hasta no faltan los que se visten como sus hijas. Lo de Toñín tiene más sentido: las monteras abrigan y los capotes sirven para burlar enemigos con cuernos. Y por si fuera poco, dan valor.