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La cara y la cruz de una final ‘papal’

Francisco, el Papa que supo meterse al mundo en un bolsillo, apagó la luz de su apartamento vaticano cerca de la medianoche. Pensaba que sus compatriotas, en esos momentos, inundaban de lágrimas las ciudades de la querida Argentina. Él había seguido en la pequeña pantalla los últimos minutos de la finalísima y recordaba que había prometido imparcialidad pasara lo que pasara en Brasil. Pero su corazón no podía remediarlo porque durante sus setenta y siete años había sentido los colores albicelestes. Y ahora, en la intimidad de su modesto dormitorio, le venía a la cabeza la letra de una vieja canción que un grupo rockero argentino (Serú Girán) había compuesto para despedir a su bajista Pedro Aznar: “No llores por mi Argentina, mi alma está contigo. Mi vida entera la dedico, mas no te alejes, te necesito”.

Messi y diez más no habían sido capaces de regalarle su primer Mundial como pontífice. No lejos de allí, su predecesor, el anciano Benedicto XVI, diez años mayor, y ajeno a lo que había sucedido en Maracaná, llevaba ya un par de horas dormido. Sus compatriotas acababan de alzar la Copa del Mundo de Fútbol. Pero él no lo sabía.