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Un triste final para una triste historia


Creo que todos, en mayor o menor medida, esperábamos el día de la firma del nuevo convenio de la NFL como si fuera una jornada de fiesta. Imaginábamos cabalgatas y lluvia de confeti, besos entre marineros y enfermeras en Times Square, parabienes y discursos grandilocuentes. Nada más lejos de la realidad. La cutrez que ha regado toda esta historia aliña la ensalada hasta el final.

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A la mayoría de nosotros nos importa un pimiento todo lo que se ha discutido durante el lockout. El reparto de dinero entre propietarios y jugadores es, simplemente, un debate entre millonarios que no debería afectar al común de los mortales. Los asuntos que nos gustan pasan por cambios de reglas, por fichajes, por agujeros en las plantillas y, en resumen, por cuestiones deportivas. Nos apasiona el deporte y seguimos la NFL porque hay un balón que mide un pie (football) y que vuela por un emparrillado de 100 yardas. Eso es lo único que le da sentido a nuestra afición. Los nombres pasan, tanto de directivos o propietarios como de jugadores, pero la esencia del deporte más bello del mundo se mantiene viva a pesar de todo.

En las últimas semanas un ejército de abogados ha discutido hasta la saciedad, y hasta la última coma, un documento que hoy debería ser refrendado. Pero los jugadores han puesto pegas, hasta el último momento, para firmar ese documento que, como es lógico, los abogados a los que han contratado ven como correcto. Si no fuera así, no se lo darían a firmar. Esta última piedra en el camino tiene forma de 320 millones de dólares de beneficios de la temporada pasada que los jugadores perderían. Parece que los deportistas están dispuestos a firmar solo bajo la cláusula de que su rúbrica quede condicionada a la recepción de esa cantidad.

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Mirad, no tengo los datos, pero todos tenemos la sensación de que esta negociación se ha dirigido con la batuta de los propietarios. Que el guión del que se ha partido es el que ha querido Goodell y que los jugadores siempre han ido a remolque, intentando salvar lo muebles de la mejor manera posible. Esta última pantomima parece más una pataleta de última hora, o un golpe de efecto para dar la impresión de que han sido inflexibles cuando la realidad es otra. Un paripé testarudo que al común de los mortales, a los que no somos millonarios, nos suena cutre.


Porque para este viaje no hacían falta alforjas. Ambas partes llevan tres años tensando la cuerda, dándole vueltas a una aburrida peonza, como si el mundo dependiera de ellos. Al final hemos visto cómo llegaban a acuerdos, deprisa y corriendo, para no perder ni un duro. Miles de dólares en juego y chalaneando hasta el último centavo. Nunca debieron llegar tan lejos. Nunca hizo falta.

En este camino muchos hemos perdido la inocencia. Imaginábamos la NFL como una competición cimentada en el espíritu competitivo del football escolar y universitario. Con atletas hercúleos persiguiendo completar los doce trabajos en cada partido. Con propietarios preocupados por salvaguardar la esencia de una tradición centenaria y siempre volcados en que el espectáculo fuera más grande y mejor. En realidad sabíamos que los jugadores no se casan con nadie, excepto con las estadísticas que engordan sus ingresos anuales, que los propietarios miran desde el palco a los aficionados y solo ven pobres ingenuos a los que hay que desplumar de todas las maneras posibles, pero hacíamos como que no nos dábamos cuenta. Ahora ya nos hemos quitado la venda.

Ya no veremos la NFL como niños, deslumbrados por luces y colores. Durante este lockout los aficionados también hemos madurado y hemos perdido la ingenuidad. Desde ahora nos sentaremos cada domingo, delante del televisor, o del ordenador, o en una grada, con una mueca de cinismo, de tristeza.

En los últimos tres años la NFL ha perdido toda su grandeza y ha dejado de ser esencialmente un gran deporte, para convertirse, sobre todo, en un gran negocio.

Y lo peor es que se lo perdonamos.