Africano Sub-17: los 'hijos de la guerra' llevan la paz a Ruanda
Corría 1994. Las milicias hutus, una de las étnias más numerosas de Ruanda, eran entrenadas y llamadas a la confrontación contra las tutsis. Se trataba de su acérrimo rival. La Guerra duraba ya cuatro años y su origen histórico respondía a los favores que los colonizadores belgas dispensaban a estos últimos por tener rasgos más "europeizados". El gobierno utilizó las ayudas internacionales para financiar el conflicto. Rifles de asalto, machetes, cuchillos y hachas eran dispensados con sólo rellenar un formulario. Todo valía en esta caza al tutsi.
El Genocidio resultó cruento. Se calcula que más de 800.000 personas perecieron en él, el 20% de la población ruandesa, e incluso el problema se trasladó a países colindantes como Burundi o Uganda. Tal fue la alarma mundial que Naciones Unidas tuvo que intervenir para poner fin. Los tutsis huyeron a donde pudieron; los líderes hutus fueron procesados.
Y en ese contexto, entre las humeantes cenizas, sin futuro alguno por delante, con un país resquebrajado, nació un sueño, el sueño de una generación -los hijos de la guerra- que hoy hace sonreír a los unos y a los otros por igual. Se trata de la selección Sub-17, precisamente la de los quintos del 94, que está brillando en el Africano juvenil organizado por fin de nuevo en Ruanda. Sin rencor. Sin pasado. Sólo con fútbol.
EL FÚTBOL. En algún punto de Kigali, capital ruandesa, nació durante el Genocidio el delantero Justin Mico. Su infancia, como la del resto de chicos, no debió ser fácil. Hablar de la guerra y su posterior desenlace se consideraba tema tabú. Quien nace después de algo así quiere conocer cosas que aquellos que lo vivieron tratan de olvidar. Esas inquietudes siempre le persiguieron, pero encontró cobijo donde la mayoría de los niños de su edad: jugando al fútbol en la calle. Improvisando campos urbanos, usando ruinas para levantar porterías, los chavales ruandeses fueron olvidándose de las armas y optando por el balón. Lloviese o no. Con luz o sin ella. Jugaban hasta caer rendidos del cansancio.
Ese nuevo ímpetu ha alcanzado la selección nacional. La absoluta ya hizo la proeza de clasificarse para la Copa de África, en 2004, aunque su presencia fue testimonal. La Sub-20 organizó el campeonato continental hace dos años, pero fracasó en la fase de grupos. Fueron primeras pinceladas del potencial futbolístico que esconde este país. Sin embargo, el destino ha querido que sea la actual Sub-17, la que aglutina a los hijos de la guerra, la que por fin esté saboreando las mieles del éxito. Con Justin Mico como delantero estrella, por supuesto. Haciendo lo que aprendió en las calles. Goleando como en la semifinal ante Costa de Marfil.
LA FINAL. Este gran rendimiento de las jóvenes avispas ha desatado una auténtica locura entre la población ruandesa. Más de 25.000 de ellos acudieron a la citada semifinal ante los marfileños y la victoria fue celebrada por todo lo alto en las calles de Kigali. Los cláxones sonaron como hacía tiempo, las banderas de la nación ondearon en cada rincón, los unos se abrazaron con los otros tras el pitido final, sin pensar en étnias, familias o religiones. Esto no es nada comparado con lo que puede ocurrir hoy si el equipo que dirige el francés Richard Tardy se impone en la final a Burkina Faso (14:30). Ruanda olvida su pasado. Y lo hace con fútbol. Con el fútbol que nació en pleno Genocidio.