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El día que se esfumó un sueño

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Fue uno de esos instantes que parecen durar una eternidad. El tiempo se detuvo, el silencio se apoderó de todo y los peores presagios sobrevolaron el circuito de Le Mans. Han pasado quince largos años ya, pero lo recuerdo con la claridad de los momentos trascendentales, esos que nos marcan para lo bueno... o para lo malo. Alberto Puig buscaba la pole del GP de Francia de 500cc de esa Mundial de 1995. Más aún, perseguía el sueño de ser campeón y para conseguirlo debía quemar etapas como aquélla, la de ser el más rápido en la pista y demostrarles a Mick Doohan y Álex Crivillé que también había que contar con él. Pero la ambición y el valor le jugaron una mala pasada. Se cayó al final de recta, muy, muy deprisa y se estrelló brutalmente contra las protecciones. El sueño se esfumaba...

Puig seguramente volvió a nacer aunque el piloto murió. Su pierna destrozada ya nunca le dejaría volver a ser el mismo. Lo intento con coraje, plantándole cara al dolor, a los quirófanos, incluso a la desesperación. Sus esfuerzos fueron baldíos. O quizá no, porque lo que nadie le podrá decir jamás es que se rindió antes de tiempo, que arrojó la toalla sin haber peleado. Sólo lo hizo cuando no había otra opción, cuando todos los intentos estaban agotados. Fue una auténtica lástima, por lo de frustración que tuvo para él y para todos: aquella temporada las cosas pintaban realmente bien, era su momento, su oportunidad. Pero éste, quizá todos, es un deporte cruel, que en ocasiones pasa facturas imposibles de pagar. Como la de Alberto Puig aquel sábado maldito en el circuito de Le Mans...