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Somos de Forlán y él es del Aleti

La ilusión curiosa que me llevaba al estadio con brincos en el estómago cada vez que jugaba el Aleti desapareció hace tiempo. Sigo yendo por lealtad al escudo, porque de mi casa no me echan ni arrancado y porque no me entiendo a mi mismo sin el Aleti. De cuando en cuando, muy, salta una chispa, me enciende y viajo; me voy a Bilbao a ver si ganando quedamos cuartos. Fue la tarde de todos y la tarde de Forlán aún más; allí, sobre la pradera histórica de nuestro abuelo San Mamés, atornilló el último taco de su bota de oro. Ahora anda mustio el uruguayo, no se le ve tan alegre sobre el campo. Tranquilos: los grandes siempre vuelven. Cerca del arco contrario o algo alejado, lo único que precisa Diego es embocar dos seguidos. De Pichichi hacia acá, los goles son la única gasolina del artillero. Nada les sosiega que no sea ver el balón más allá de la raya que guarda el portero.

Para los goleadores, ese de la gorrilla, las rodilleras y el pantalón guateado, que ahora lleva manga corta hasta en invierno (a veces manga corta y pantalón largo) no es rival ni contrario, oponente o tal; no, es el enemigo, un individuo agreste que da saltos mortales para impedir su felicidad, la alegría del delantero, su única dicha: el gol. Y si no lo encuentra o el saltimbanqui lo impide, el atacante está listo de papeles, languidece y cualquier noche gallega nos lo encontramos con una sábana blanca desfilando a la cola de la Santa Compaña, alma en pena y en fuera de juego. Se cura marcando, insisto. Y en el caso de Forlán, muy pronto. Hasta su vuelta al gol, note el campeón de los delanteros europeos lo muy pegado que tiene a su piel el calor de una hinchada que cuando un día se retire, pensando en ella, le hará decir: jugué en grandes equipos, quiero a todos, soy del Aleti. Nosotros somos de Forlán.