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Del rey del K.O. a juguete roto

Conocí a Urtain cuando era un Hércules, se había hecho de hierro levantando piedras en el País Vasco, se le podían contar los músculos de todo el cuerpo. Acababa de llegar a Madrid de la mano de Miguel Almazor, el hombre que tuvo la idea de convertirlo en boxeador, y de su mentor Lizarazu. No sabía boxear pero eso no les importaba. Empezó a derribar rivales como si sus puños fueran demoledores. Medio país gritaba "¡tongo!" y el otro medio jaleaba cada uno de sus puñetazos. Tumbaba a todo el que se ponía por delante, porque ya se ocupaban ellos de buscarle boxeadores acabados, tipos desconocidos que peleaban a tanto el asalto, perdedores natos. Así llegó a campeón de Europa. Fue la gallina de los huevos de oro. Pero aquello no podía durar. Con el título llegaron los rivales de verdad y José Manuel Ibar pasó de ser el rey del K.O. a un juguete en manos de boxeadores auténticos como Henry Cooper, viejo y todo, o Goyo Peralta, también viejo, o Alfredo Evangelista, que llegaba pidiendo paso. Fue una caída terrible. A Urtain, además, no le gustaba el boxeo: se entrenaba poco y mal, abusaba del alcohol. Era excesivo en todo. Se le derritieron los músculos de Hércules con los que había llegado a Madrid y se derrumbó estrepitosamente. Su historia es similar a la de Toro Moreno, el personaje de Más dura será la caída. Urtain se retiró cansado de recibir golpes y de que otros se llevaran el dinero. Abrió restaurantes, estuvo en una discoteca en Burgos, nada le funcionaba.

De vez en cuando me llamaba por teléfono a horas intempestivas para pedirme teléfonos de artistas. Yo se los buscaba en recuerdo de tantas entrevistas, tantos reportajes que le hice. El último fue en La Paz. Me avisaron de que estaba ingresado, tenía problemas cardíacos y acudí el día que le daban de alta. Estaba delgado. Le llevé a su casa en mi coche y me hizo parar a las diez de la mañana en un bar muy próximo a su domicilio. Como desayuno pidió una copa de pacharán. "Los médicos te acaban de decir...". "Me da igual".

La última vez que hablé con él fue un mes antes de que se tirara por el balcón de su casa. Me llamó para pedirme que le presentase a Enrique Sarasola, el empresario socialista, que entonces estaba apoyando a Poli, el Potro de Vallecas. Urtain necesitaba ayuda. No la encontró. Tenía grandes las manos y el corazón, era un buen tipo al que subieron al cielo para después dejarle caer en el infierno.