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Fútbol sin público: los gritos del silencio

Estadio vacío, esqueleto de multitud, definió, creo recordar, Mario Benedetti. Estadio vacío fue ayer el de Getafe, de nombre un pelín pretencioso, Coliseum Alfonso Pérez, y de futuro corto, porque está destinado a la piqueta. Es joven, pero las ambiciones y las confusiones de estos tiempos le han condenado a una vida inevitablemente fugaz. Pero cuando haya desaparecido para dar lugar a viviendas de familias tan felices como hipotecadas le quedará el orgullo de haber vivido el ascenso y la consolidación del Getafe en Primera, más la singularidad de haber sido anfitrión de este raro duelo sevillano.

Campo vacío, fútbol sin público, sonidos opacos de balón que denuncia quién le ha golpeado bien y quién no. Eso en los partidos con público no se detecta. En los campos vacíos sí, y el eco lo enfatiza mucho más. El balón es aire forrado de cuero (ahora cito a Wenceslao Fernández Florez, un escéptico del fútbol que inventó el término de vicegol), un instrumento de viento al fin, y según cómo se toque desafina o no. Si se le pega mal suena como si le hubiera golpeado una tabla, en lugar de un ser animado, que es lo que corresponde habitar más arriba del pie que calza la bota del contacto.

Y los gritos del silencio. Los del entrenador impotente, del compañero solícito, del portero mandón. Ver, o mejor, escuchar, un partido a campo vacío es una experiencia que ningún buen aficionado debería perderse. No es para muchas veces. Dos o tres a lo sumo. Pero merece la pena, porque es una versión del fútbol rara, y por eso mismo interesante. Aunque se trate, como ayer, no de un partido, sino de un trozo de tal, y que encima tras tantas bravatas se quedó en aquello de "caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuése y no hubo nada". Porque después de tanto rollo todo quedó como estaba.