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Los argentinos y el gen competitivo

Lo dicen los entrenadores y jugadores de las selecciones aspirantes: el Mundial empieza cuando acaban los grupos. Para ellos, esta primera fase que acaba de pasar es como una segunda clasificación. Hay la primera, la que se extiende por todo el planeta y decide los 32 participantes, y la segunda, que los reduce a dieciséis. Y entonces empieza el Mundial: en los octavos, cara a cara, en partidos de mata-mata. Sin puntos para echar cuentas, con la guadaña de la prórroga o los penaltis ante cada empate, con la certeza de que cada gol es un drama, de que la derrota significa el retorno inmediato a casa.

Y ahí hemos visto a Alemania como la esperábamos: saludable, potente, chutadora, llegadora, optimista, aunque sin tirarlo. Y con la mirada de simpatía del árbitro, que no tuvo que buscar demasiados motivos para dejar a Suecia con diez. Y hemos visto a una Argentina peor de lo que esperábamos, en realidad zarandeada por México, sin que el recurso a Messi y a Tévez sirviera esta vez. Una Argentina que se salvó por un golazo de Maxi, colosal, acunando en el pecho un pase cruzado de Sorín para luego reventar el balón con una volea inmejorable, a la escuadra contraria. Sí, este es el Mundial del Atlético.

Así que ya tenemos el primer partido de cuartos, Alemania-Argentina, y con el local como favorito, por local y por su potencia de remate. Claro que Argentina tiene algo. Sus jugadores, bien mirado, no son extraordinarios. Muchos de ellos cumplen con algo más que decoro en la zona UEFA de nuestro fútbol, no son estrellas, de las que acumulan puntos en el Balón de Oro o el FIFA Player. Y el equipo se desmadejó ante México. Pero tienen ese no sé qué italiano, ese gen competitivo extra que obliga a que para ganarles haya que hacer más que para ganar a cualquier otro. Por eso México no pudo con ellos.