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Alonso reina por fin en El Principado

Reclamaba ayer en estas páginas Alejandro Elortegui que Alonso ganara por fin en Mónaco. La carrera de un campeón no es completa sin una o varias victorias en este circuito emblemático, para muchos pasado de fecha y de época, impropio de Fórmula 1 del siglo XXI, pero que conserva la belleza y el encanto de los viejos espacios mágicos del deporte. Como Wimbledon o Wembley, como el Madison o el Boston Garden, como el Yankee Stadium o el Alpe d'Huez. Lugares (algunos ya desaparecidos) que otorgan a los grandes campeones un barniz especial que el tiempo ya nunca borrará.

Bueno, pues Alonso ya lo tiene. Ganó y ganó bien una carrera en cuya clasificación de vísperas (y si se me permite esta vieja expresión que escuché a un sabio maestro zamorano), a Schumacher se le vieron el culo y las orejas. Lo que hizo el sábado fue una golfada que nos dejó bastante aturdidos a sus millones de seguidores, entre los que me cuento, y que tuvo en jaque la credibilidad del jurado hasta casi la media noche. Finalmente la decisión fue enviarle al último puesto de la parrilla. Aun así acabó quinto. Pero su codiciosa trampa le puso el triunfo en la mano a Alonso. Le salió el tiro por la culata.

Alonso pone nerviosos a sus rivales. El año pasado Raikkonen rompía con frecuencia. Ayer volvió a romper, cuando perseguía al asturiano. De Schumacher ya se ha visto en lo que puede llegar a incurrir. En cuanto a Alonso, es su frialdad, su aire de infalibilidad, su flema absoluta, lo que mayor plus le otorga. Temíamos una mala temporada por su decisión de irse a McLaren, y ahí está: cuatro victorias y tres segundos puestos en siete carreras. Y se ha colgado la medalla de Mónaco, ese paraíso de las belllezas Grimaldi, que en pocas semanas han aplaudido a dos de los nuestros: Nadal y Alonso.