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¡La-lará-lará, Bianchi vete ya...!

Así cantó el Calderón el domingo, al final del partido ante el Valencia, y así cantó, con menos voces pero más ganas, anoche, tras la derrota ante el Zaragoza. Bianchi era la esperanza de esta temporada, en la que los dos añitos en el infierno se veían desde una perspectiva que permitían considerarlos ya historia. Una temporada en la que se esperaba el salto final que repusiese al Atlético donde debe estar: entre los grandes. Pero no ha resultado. El equipo no tiene juego, no tiene garra, no tiene gracia. No está definido como equipo. Bianchi no ha resultado ser el líder que se esperaba, sino un señor que ha venido aquí a ganarse la vida.

Claro, que no se le pueden cargar todas las culpas. Al equipo le falta una pieza, un medio centro que arranque el juego. Pero tampoco es eso sólo. Al equipo le falta también presión, orgullo, torería. Ya hace algún tiempo de eso. A medida que la ciudad se ha ido volcando más y más en el Madrid, en sus dichas recientes y en sus desdichas presentes, el Atlético se ha sentido menos vigilado, menos observado, menos protagonista. Y encima algunas celebridades de reciente adscripción atlética han elaborado la teoría de lo bonito que es perder y sufrir, de que el alma atlética es así. Incluso se incorporó esa filosofía a la canción del Centenario.

Y si el club compra esa idea, ¿qué vamos a esperar de los jugadores? Pero el Atlético que yo conocí no disfrutaba con palmar, sino con hacerle la vida imposible al Madrid y con disputar los títulos nacionales. Eso es lo que quiere la afición, alejada de esas doctrinas de salón, y eso esperaba de Bianchi, que llegaba con perfil de ganador. Pero Bianchi se pasea de casa al campo y del campo a casa, con cara de despistado, no habla con la prensa, que es como no hablar con la ciudad y lo único que hace es transmitir más impresión de frialdad. No es un líder, sino uno más a flotar en una balsa a la deriva. Por eso le dicen que se vaya. Y se tendrá que ir.