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¡Pedalead, pedalead, malditos!

Los ciclistas están ahora de vacaciones, pero muchos de ellos ya se entrenan. El invierno también es duro para el ciclista. Días cortos y fríos, carreteras abiertas y por tanto peligrosas (los accidentes son numerosos, los sustos más aún) esfuerzo anónimo y casi siempre solitario. Del invierno depende el verano y no pueden parar más que unos días. Luego, en competición, ya se sabe: vuelta aquí, vuelta allá, contra el viento o a favor de él, con calor o con frío, en el llano o en los montes. Un deporte duro al que entregan su juventud porque son esclavos de su vocación. Un deporte que da poco dinero y muchos disgustos.

Porque unas sanguijuelas parasitan el pelotón. Son unos pocos médicos que han infiltrado sus métodos en los cuerpos y en las conciencias. Por un buen puñado de euros llevan la preparación médica de los corredores, repugnante eufemismo. Experimentan productos de última generación con los malillos, para ver si la nueva pócima da alas o no las da, si da positivo o no lo da. De ahí que cada poco, justo cuando va a empezar una prueba sean rechazados un par de corredores de poca monta, conejillos de indias que se han pasado noviembre y diciembre pedaleando contra el frío y la lluvia e ingiriendo la última mierda del Mengele de turno.

Estos Mengeles se enriquecen a fuerza de envenenar cuerpos y envilecer conciencias. Les chupan dinerales a los corredores y juegan tan al límite que a veces se les va la mano y cae un grande, como Heras. Y entonces viene lo más desolador de todo, la reacción unánime que consiste en buscar toda clase de pretexto para tapar al Mengele. No he tomado nada, tiene que haber un error, iré a la justicia ordinaria, donde sea... Todo menos declarar el nombre de la persona que dictó ese tratamiento de tan funestas consecuencias. El pelotón corre y se envenena para enriquecer a media docena de médicos tolerados por los directores de equipo. Es irritante y patético.