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España y el escepticismo ambiental

Lo contábamos en estas páginas hace pocos días: allí, en Bélgica, empezó todo. Allí jugó España en 1920 su primer partido de selecciones (1-0 a Dinamarca) en el contexto de unos JJ OO en los que al final obtendría la medalla de plata. Aquello fue el primer estallido de nuestro deporte, colocó al fútbol en el imaginario nacional (hasta entonces este país, taurino y xenófobo, tendía a rechazarlo, como moda extranjerizante) y a Ricardo Zamora en el santoral. Los campos de fútbol empezaron a crecer, estalló el profesionalismo y este deporte de nuestros pecados asaltó las páginas de los periódicos. Gracias a aquella lejana Selección.

Pero luego este equipo no ha tenido suerte. Al primer mundial, el de 1930, no fuimos, por pereza. Acabábamos de ser la primera selección del Continente que les ganaba a los pross ingleses. En el de 1934 caímos en una doble encerrona con Italia, la anfitriona, en plena apoteosis de Mussolini. En 1938 aún hubiéramos tenido una buena selección, pero estábamos en guerra. Y después de la guerra nada fue lo mismo. La apropiación por el Régimen de los signos nacionales, la retórica un poco ridícula con que la prensa de la época ensalzaba sus éxitos o disculpaba sus errores, hicieron que media España mirara con desconfianza a este equipo.

El Madrid y el Barça, con sus glorias y sus polémicas, se apoderaron definitivamente de la imaginación de los aficionados. Ahora la Selección vive entre la desconfianza general, como una presencia inoportuna que interrumpe la Liga cada cuanto, o que un par de semanas cada dos años nos crea una decepción en tal o cual fase final. Ese escepticismo ambiental es el primer enemigo de este grupo animoso, que ha jugado lo mejor que podía jugar un equipo con esos futbolistas pero que, ¡ay! ha empatado mucho porque le cuesta un triunfo marcar goles. Y no quiero ni imaginarme que hoy no ganemos. Eso ya sería el tiro de gracia.