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Celebraciones con cierto olor a clan

En Vitoria fue la cucaracha, ayer el canguro y pídola, o el burro, como prefieran. De mejor gusto que aquella, pero también con cierto aire desconcertante para la afición. Y para el resto del equipo. Un jugador marca un gol y lo celebra con otros dos. Parece que el gol no sea de la gente, ni de todo el equipo, sino sólo de tres, que han ensayado el bailecillo para caso de que marque uno de ellos. Y como ayer marcaron los tres, y sólo ellos tres, asistimos a las escenas de desconcierto de Raúl, Helguera o Pablo García, que se acercaban al grupo y se veían sin entrada en él, porque no habían tomado parte en los ensayos.

Nada que ver con la cucaracha, desde luego. Aquello además era feo. Pero estas celebraciones refuerzan la impresión de que en este Madrid rozan dos culturas y eso no es bueno. En el Barça también hay un buen puñado de brasileños, pero están disueltos en el conjunto. En el Madrid, entre los jugadores y el amplio cuerpo técnico, mucha gente tiene la sensación de que esa es la cultura dominante. Y esta moda del bailecito ensayado refuerza esa imagen, que no es buena. Luxemburgo obraría sensatamente si les quitara de la cabeza esta manía, si les convenciera de que un gol es de todos.

Y luego está el otro criterio, más importante si cabe. El fútbol es algo cuasisagrado en la cultura del viejo aficionado. El gol es lo más sagrado de todo. Provoca una explosión de júbilo en la afición, que a su vez espera una expresión espontánea de alegría salvaje en el autor. Cuando éste cambia su alegría espontánea por un gesto premeditado, de buen o mal gusto, por marketing, por un afecto familiar, por moda, por lo que sea, está despegándose de ese estallido colectivo, está explicándonos con su gesto que el gol no le arrebata. Que no lo siente con una pasión que le haga olvidarse de todo.