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Una paz que resultaba imprescindible

El fútbol español no podía marchar sin un convenio entre la Federación y la Liga de Fútbol Profesional. Existió durante años y vino a extinguirse cuando existía cierta situación de desgobierno en ambos organismos. La Federación, enfrentada primero a su sangrante crisis Gerardo González-Juan Padrón y luego a una lluvia de problemas judiciales que todavía la agobia. La Liga, con una guerra entre Primera y Segunda, más las desconfianzas entre el Madrid y el Barça en el bloque de Primera, más una especie de conspiración continuada contra Pedro Tomás, el presidente. En esas condiciones no era posible el acuerdo.

Y empezó una guerra sorda primero, luego abierta, por recoger en ese vacío todas las ventajas que fuera posible. Una guerra absurda, sin futuro, en la que la Federación cogía como rehén al campeonato de Liga que ha de empezar el sábado (asustando con no entregar las fichas y con una susurrada huelga de árbitros) mientras la LFP pretendía pasar de la Federación en todo. Una y otra parte forzaron la situación al límite, pero cargarse el campeonato de Liga no es cosa que alguien se atreva a hacer. Ante la proximidad del campeonato y con la mediación de Lissavetzky se ha llegado a un acuerdo de mínimos que ahora se desarrollará.

Y está bien. La LFP volverá a entregar una cantidad a la Segunda B, como venía siendo. Frente a lo que gastan los clubes en dispendios innecesarios, ese dinero anual es irrelevante y la Segunda B lo necesita. La Federación dará las fichas sin ese incremento bestial que pretendía, accede a que se cambie el modelo de la Copa y cede su control férreo sobre los árbitros, cuya designación será desde ahora controlada a medias. Todo en orden, todo necesario, aunque en lo de la Copa me quedan mis dudas. Eso sí, lo que queda de esta guerra es una vez más el papel penoso de los árbitros, que se han prestado como munición a una de las partes.