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¿Qué sería del fútbol sin los brasileños?

Termina el partido, ganó Brasil. Sus jugadores saltan, ríen, se abrazan, luego rezan, serios, muy serios, muy concentrados, luego rompen el círculo y vuelven a reír, a saltar, a bailar. Han ganado una bella final a Argentina, el enemigo de siempre. Han ganado por goleada gracias a esa facilidad natural que tienen para el fútbol de ataque, a esa relación con el gol, tan suya. Ningún país ha entendido como éste un juego que nació para la alegría y ninguno produce de forma tan continuada jugadores tan prodigiosos. La Copa Confederaciones, a cuyo nacimiento asistimos todos con el morro un poco torcido, ha sido al final un gran éxito gracias, de nuevo, a Brasil.

Ahí estaba Robinho, que en su presentación oficial en Europa ha hecho cosas muy buenas, también en la final, aunque ha acusado progresivamente la tensión que vive; ahí estaba Ronaldinho, que después de una larguísima temporada aún tenía guardadas unas cuantas sonrisas, unos cuantos regates, algunos tiros libres y hasta un gol; ahí estaba Cicinho, al que quiere el Betis y ojalá lo traiga, porque es el lateral derecho del futuro; ahí estaba Kaká, que dicta un curso en cada partido. Y ahí estaba, sobre todo, Adriano, un trueno, que lleva el Gran Berta en la pierna izquierda, máximo goleador del torneo y verdadero protagonista del título de Brasil.

Cuando ves esta selección, a la que han faltado Ronaldo, Roberto Carlos y Cafú y en la que fieras como Baptista, Oliveira o Juninho Pernambucano son suplentes, percibes la grandeza eterna de aquel país. Una grandeza que nace en Friedenreich, el mulato de ojos azules, pasa por Leónidas, Zizinho, Ademir, Garrincha, Didí, Pelé, Jairzinho, Gerson, Tostao, Rivelinho, Sócrates, Zico, Romario y no sé cuántos más hasta desembocar en ese grupo alegre y festivo que se llevó la Copa en medio de una fenomenal batucada. Brasil, siempre Brasil. ¿Qué sería del fútbol sin ellos? Reconozcámoslo: nos seguiría gustando, pero no sería la mitad de la mitad.