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Hacer la guerra después de haberla ganado

El desenlace de la Segunda está resultando especialmente dramático este año. Nunca había ocurrido esto de que a un club se le negara el ascenso después de haberlo celebrado. Y se trata de un club de peso histórico, representante de una gran ciudad. Y la decisión del Comité viene de una interpretación demasiado draconiana del caso. Es cierto que el jugador no había jugado diez partidos en la Liga ni los cinco últimos, pero sí los cuatro anteriores a ese quinto último, que se perdió por lesión. Incluso viajó con el equipo y fue descartado a última hora. El Comité podría haber hecho una lectura más sana y menos estricta de la norma.

No sería mucho pedir, por otra parte. El Comité (y las instancias sucesivas) han dado suficientes pruebas de extraordinaria maleabilidad en la interpretación de la letra del reglamento, y particularmente en esto de las alineaciones indebidas. Así que Vigo es ahora un grito, y más después de la derrota del domingo ante el Éibar que yo, francamente, me esperaba. Es difícil hacer la guerra después de haberla ganado. Es difícil recuperar la tensión competitiva después del vaciado emocional que supone celebrar un ascenso, nada menos que un ascenso. Es difícil superar el desconcierto que genera una decisión que se tiene por injusta.

Aún le queda una carta, en Lleida, donde se vivirá un partido tensísimo, en simultaneidad con el Xerez-Cádiz y el Éibar-Racing de Ferrol. Ninguno de los rivales de los tres aspirantes está en ningún entrevero, porque los descensos ya están decididos y sólo quedan en juego las dos plazas de ascenso que deja atrás en Alavés (felicidades). Volarán las primas a terceros y los nervios estarán a flor de piel. Y luego, si el Celta queda fuera, me temo mucho una nueva comparecencia del fútbol ante la Justicia Ordinaria, ese camino que abrió el Barça por capricho, y abocados a cualquier solución rara a mitad del verano. Me temo una Liga de veintiuno.