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¡Viva Mallorca y viva Sevilla!

¡Viva Mallorca y viva Sevilla! La de ayer fue una de esas jornadas que uno se guarda para siempre. No sé lo que deparará el resto de esta final, aunque soy abiertamente optimista (más para mañana que para hoy) pero, acabe esto como acabe, el alegrón ya está ahí. El alegrón se lo debemos a Nadal, sin que por esto vayamos a desmerecer a Moyá. Sólo que lo de Moyá lo esperábamos. Hay algo en su imponente figura, en su facilidad para moverse por la pista, en su mirada lobuna, que le hace absolutamente fiable en circunstancias así. Ese voluntarioso Beckham de pacotilla con nombre de pescado le tenía que durar menos que un cucurucho. Y así fue.

Pero lo de Nadal era de aúpa. Enfrente tenía mucho toro y la decisión de lanzarle al ruedo creaba cierta inquietud. Era una decisión valiente de los capitanes: nadie iba a acusarles de nada si perdíamos con Ferrero; pero si perdíamos con Nadal hubieran tenido que dar muchas explicaciones. En decisiones así está la grandeza de los conductores de grupo. Y ahora todos sabemos por qué lo tenían claro. Nadal va para genio. Tiene sólo dieciocho años y ya ha acumulado un tenis pletórico, capaz de saltar por encima de la ciega eficiencia de Roddick, cuyos castañazos daban miedo. Una y otra vez, cada vez que hacía tres puntos seguidos, parecía inabordable.

Recordé lo que alguien me dijo una vez respecto a Nadal: "Ya sabemos que puede jugar tan bien como los mejores. Falta saber si llegará a jugar mejor que los mejores." Pues me parece que ya lo sabemos. Desde el partido de ayer, máximo rival, máxima presión, le tenemos que colocar ahí, donde aquel confidente esperaba que llegara algún día. Es además un jugador con pellizco, espontáneo, que celebra los puntos como goles, que arrastra, y que en Sevilla encontró un público ideal para su juego y sus modos. Va para gigante pero aún es un niño sorprendido al que tanta felicidad no le cabe dentro. Y la derrama sobre todos nosotros.