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La tercera final de la Davis en cinco años

Quinta final de la Copa Davis que alcanza España. La tercera en los últimos cinco años, lo que habla de una salud impresionante de nuestro tenis, ese deporte semidesconocido en este país hasta los años sesenta, cuando Santana y la Copa Davis nos lo hicieron familiar. Ahora este país encabeza la clasificación de naciones en la Davis (por sus resultados en los cuatro últimos años) y juega la final ante el país que más veces ha ganado la ensaladera: Estados Unidos. Y la juega en un marco colosal, ante 26.690 espectadores, récord de asistencia al tenis si no contamos aquel extravagante desafío de los sexos entre Billy Jean King y Bobby Riggs.

Sevilla se olvida por unos días del Betis y el Sevilla. Y hasta de Curro, que ha alternado con los tenistas y ahora se retira, discreto, al burladero. Sevilla organiza esta final, y no Madrid, que lo sintió como un contratiempo cara al 2012, porque la altitud de la meseta hubiera potenciado hasta en un 2% el feroz saque de Roddick, que ha llegado a largar cañonazos a 249 kilómetros por hora. Para frenarlos también es la arenosa tierra de la pista, de la que se ha quejado Patrick McEnroe, hermano del genial John y capitán del equipo americano. La Davis tiene eso: el que organiza dispone la pista a su gusto y el gusto español es la tierra. Y bien lenta, a ser posible.

La final empieza con una decisión valiente de los capitanes. Valiente y dolorosa. Se queda fuera Ferrero, el hombre al que debemos la única ensaladera que ganamos y, unas cosas con otras, el jugador favorito de la afición. Pero está realmente mal y quienes tienen potestad para hacerlo han decidido arriesgar con Nadal, el jovencísimo y alegre jugador al que, a su vez, debemos estar en esta final. Él y Moyá, dos mallorquines de postín, se baten hoy contra el imperio americano. En sus brazos y en sus piernas depositamos nuestros afanes. Y en nuestro corazón queda un rinconcito para la dignidad con que Ferrero ha sabido hacer de tripas corazón.