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Lo confieso: yo criticaba a Redondo

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Entre el consenso general, escondida en la multitud de elogios, había una facción disidente. Yo pertenecía a ella, lo confieso. No participábamos de la devoción que despertaba Redondo. Nunca fuimos demasiados, ni excesivamente ruidosos. Estuvimos a punto de disolvernos después del autopase de tacón en Manchester y nuestra cúpula fue desarticulada en la final de París, donde el objeto de nuestras críticas anuló, él solo, a todo el centro del campo del Valencia. La represión del redondismo fue implacable. En una ocasión, perseguido por mis ideas, argumenté (pedante, lo sé) que sólo era un futbolista de grandes partidos. Fue peor, se burlaron. Ha transcurrido el tiempo y los jugadores que han pasado después por el centro del campo del Madrid han provocado mi progresiva reinserción en la sociedad. La madurez es poco revolucionaria y pienso ahora que tal vez me obcequé porque vi en él un futbolista desaprovechado que hizo de la contención su principal virtud cuando él tenía otras muchas más virtuosas, como el regate o el disparo.

Lo cierto es que de los jugadores que han pasado por el Madrid en los últimos veinte años, Redondo es de los pocos que aún tendrían sitio en esta versión galáctica. Y la mejorarían. Ayer, frente a él (es un decir, porque nuestras coordenadas no coinciden: su ecuador es mi polo norte) acepté, por fin, al futbolista. También me hice una idea de la persona. Detrás de su cuello Robespierre había un tipo educado y respetuoso, poco regalado de sí mismo (aunque podría regalarse lo que quisiera), alguien que al abandonar la sala ordenó con discreción algunas sillas desordenadas. Supongo que eso es lo que hizo siempre.