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Aquella vieja idea se ha convertido en esto

Arranca la Champions, que no es sino la primigenia Copa de Europa crecida y enriquecida. El invento de hace medio siglo (esta edición hace la cincuenta) tenía un formato un poco rústico en comparación con la de ahora. Participaban todos los campeones, se emparejaban por sorteo y se iban eliminando por sistema de partido y revancha, en un campo y en otro. Fue una proeza ponerla en marcha en una Europa que diez años antes se había destrozado en la guerra. Reunió a vencedores y vencidos, a capitalistas y comunistas, a democracias y dictaduras, a monarquías y repúblicas, a católicos, protestantes, ortodoxos y musulmanes.

Y con una aviación todavía de hélices, aeropuertos incómodos y una guerra fría que partió a Europa con un Telón de Acero. Pero ya por entonces emergía en los países más desarrollados una fuerza nueva, llamada televisión. Esa fuerza, más el valor intrínseco del fútbol, es lo que ha permitido que aquel recoleto campeonato de unos cuantos partidos en blanco y negro recibiera el colosal impulso que lo ha convertido en esta refulgente Champions League de los 584 millones de euros de presupuesto, 125 partidos, televisados todos, con una audiencia acumulada de cuatro mil millones de espectadores. Y con una final vista en 227 países.

Un campeonato tan elitista que ya no basta con ser campeón de liga para jugarlo. Los campeones de los países futbolísticamente débiles tienen que buscar una improbable clasificación a través de eliminatorias previas, en las que por menos de nada se encuentran a un gigante caído en pecado de pereza, como este año el Real Madrid. Este club exclusivo se garantiza, para nuestra fortuna, la presencia abundante de equipos de las grandes ligas, campeones o no. Y en el pináculo de esas grandes ligas está la española, cuyos coeficientes por resultados en los últimos campeonatos le conceden ese privilegio. A nosotros nos corresponde disfrutarlo.