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Ir a la guerra después de haberla ganado

La rubia y bella melena de Beckham no cayó porque sí: cayó por cincuenta millones de euros, a cobrar en cinco años. Diez millones al año, o sea. Esa cantidad que percibe Beckham por uno de sus contratos publicitarios (bien es cierto que el mejor de ellos) es lo suficiente para mantener con decoro un club en la Primera División española. El Numancia, que mañana juega en el Bernabéu, bien los quisiera. Se apaña con poco más de la tercera parte. El Getafe, que pasado mañana se presenta, flamante, ante su afición, se manejará con 2,5 millones. La cuarta parte de lo que cobra Beckham al año de su marca de maquinillas.

Son las exageraciones y desequilibrios de nuestra liga superprofesional, que no es sino la traslación al rectángulo de césped de los usos, costumbres e injusticias del mundo exterior. El imparable proceso de globalización hace que estas superestrellas resulten reclamo publicitario en cualquier rincón del planeta. En ese sentido, Beckham ni siquiera es el primero de la lista. Aún no, al menos, aunque va camino de serlo. Schumacher, Woods, Jordan y Agassi le preceden. Son personajes cuyo rostro no es desconocido en ningún rincón del planeta. Y son poseedores de una imagen positiva, excelente soporte para publicitar cualquier producto.

Algo rechina en nuestras conciencias cuando vemos estas cosas. Pero siempre podremos pensar que peor es gastarlo en armamento, como se hace, y mucho. Y que hay algo de muy admirable, en estos tipos que han resuelto su vida y la de varias generaciones de descendientes, que pueden permitirse cualquier lujo, pero que siguen luchando en sus deportes por la victoria, por la excelencia, por mantenerse en el primer puesto o por regresar a él si lo pierden. Cada vez que veo a Beckham jugarse la pierna, o a Schumacher saltar como un chiquillo en el podio, pienso en el mérito que tiene seguir haciendo la guerra después de haberla ganado.