Especial 1998

25 años de Ocarina of Time, el Zelda que enseñó cómo hacer aventuras en 3D

Recordamos la obra culmen de Nintendo 64, un juego que pavimentó el terreno no solo para el resto de su saga, también innumerables épicas de otros estudios.

Dos días. Solo dos días han pasado desde que publicamos el texto conmemorando el aniversario de Half-Life, y hoy toca publicar ya el equivalente para Ocarina of Time. Hace poco más de un año, cuando empezamos a plantearnos la idea de repasar los mejores juegos estrenados durante 1998 coincidiendo con el vigesimoquinto aniversario de todos ellos, hubo muchos nombres que justificaron animarse con la idea. Resident Evil 2, StarCraft, Metal Gear Solid, Baldur’s Gate... La lista sigue, pero las obras maestras de Valve y Nintendo siempre han ocupado un lugar destacado, incluso entre clásicos de semejante calibre. No en vano, aunque varios de ellos también se podrían considerar aptos para ese logro, Half-Life y Ocarina of Time fueron los únicos que lograron el simbólico diez de esta web a su lanzamiento.

Es una trivialidad que solo tiene el valor que se le quiera dar. Las notas son notas, opiniones arbitrarias que pueden variar según la persona y el momento. Así que ese diez de entonces, o el 99 de media que todavía mantiene a Ocarina of Time como el juego mejor valorado en Metacritic todos estos años después, es un arma de doble filo. Un hito que refleja el impacto de su momento, pero también que impide acercarse con la neutralidad que favorece una recepción más templada. La hipérbole que genera unas expectativas imposibles de cumplir por cualquier juego elevado por circunstancias imposibles de repetir con menos margen para evolucionar el medio y más revistas para discrepar con el consenso. Así que el 99, en el fondo, importa poco. Lo que hizo el primer Zelda 3D en 1998, en cambio, sí importa mucho.

Una nueva forma de luchar

Todo empezó con dos stalfos en una habitación. Bueno, no todo, pero sí bastante. Porque antes de haber una ocarina en el nombre, una yegua en la pantalla de título o un pequeño Link despertando en su cabaña, en Nintendo se estaban devanando los sesos sobre cómo crear combates con espada y escudo en entornos tridimensionales. Saltar de los sprites a los polígonos no solo implicaba cambiar las herramientas de desarrollo gráfico, también perder las rígidas —pero cómodas— perspectivas aéreas y laterales de las que habían dependido las aventuras hasta entonces, incluyendo cada entrega de la saga Zelda. Huelga decir que no serían pocos los juegos de acción en 3D que precederían a Ocarina of Time: noviembre de 1998 rozó el cuarto aniversario de Sega Saturn y PlayStation en Japón. Pero en todo ese tiempo, nadie había establecido realmente el molde necesario para crear algo de su envergadura.

Afortunadamente, un golpe de inspiración llegó a Yoshiaki Koizumi, un estudiante de cine convertido en diseñador de videojuegos, mientras veía una representación teatral en un parque temático de Kioto. Dispuesto a convertir el nuevo Zelda en una especie de película de samuráis interactiva, Koizumi se basó en la coreografía para idear un centrado manual que mantendría al enemigo seleccionado siempre en pantalla, reaccionando a sus cambios de sentido por rápidos que fuesen, y modificando el control de Link para pivotar alrededor y no darle la espalda de forma involuntaria. Así, los espadazos harían contacto siempre que se estuviese a la distancia necesaria, el escudo se levantaría en la dirección adecuada, y el jugador podría realizar fintas evasivas hacia los lados o atrás sin perder de vista a su objetivo.

El sistema se puso a prueba con un par de enemigos, dos esqueletos stalfos como los que recibirían a los jugadores en el Templo del Bosque, para programar también una cola de prioridad: el que no estuviese marcado dejaría al jugador centrarse en su objetivo principal, tal y como habían hecho los actores de la escenificación. Y listo. Bautizado como Z-Targeting por usar el gatillo Z para activarse, este sistema inició el camino que aún hoy recorren juegos de espadas tan variopintos como Dark Souls o The Witcher 3; pero también definió el uso de ítems de rango como el arco, el bumerán o el gancho, disponibles para su uso en primera persona si no había objetivos que centrar —algo bastante frecuente en puzles basados en la observación del entorno—, pero beneficiados del mismo sistema para ser más prácticos y precisos durante los combates que no se resolvían solo a base de espadazos.

Incluso juegos diseñados en torno a tiroteos en tercera persona, como los primeros Resident Evil y Tomb Raider (ambos de 1996), no habían logrado cuajar la mecánica con esa naturalidad. Aunque un ejemplo más curioso fue quizá el de la actual Rockstar —entones DMA Design— que, también en 1998, antes de ser mundialmente conocida por sus juegos de acción en mundo abierto, estrenó el ahora olvidado Body Harvest: un título tan adelantado a la hora de ofrecer exploración de grandes mapas con decenas de vehículos como torpe a la hora de ejecutar los disparos. Era un problema que el primer Zelda 3D no tenía: Ocarina of Time hizo parecer fácil lo difícil, no solo en relación a sus contemporáneos, también a muchos de los que le siguieron después —ya en pleno 2001, y corriendo en la siguiente generación de consolas, el apuntado con armas seguiría siendo el talón de Aquiles del revolucionario Grand Theft Auto III—.

Escala más allá del tamaño

Lo irónico del asunto es que, a pesar de semejante avance, Ocarina of Time ni siquiera estaría tan orientado a la acción como algunos de sus antecesores dentro de la propia saga Zelda. La gigantesca llanura central servía para empequeñecer a Link y emboscarlo con pequeños esqueletos, los stalchild, al caer la noche, pero no ofrecía la densidad de obstáculos o peligros que habían caracterizado a los mapas de Hyrule en NES o SNES. Era principalmente un nexo entre las diferentes regiones, como el mercado con tiendas y minijuegos que llevaba hacia el castillo de Hyrule; la aldea Kakariko, situada al pie de la Montaña de la Muerte; el Río Zora, que nacía en los dominios de esta raza para luego desembocar en el Lago Hylia; o el Desierto Gerudo, hogar de una tribu de ladronas referenciada de pasada en A Link to the Past.

A lo largo de los años, Shigeru Miyamoto —creador de la saga y productor de esta entrega— se ha ganado la fama de alguien al que no le importan demasiado las historias de sus juegos, pero siempre tuvo claro que Ocarina debía destacar por sus personajes. No solo los principales, como Saria, la mejor amiga de Link; Mido, el gruñón jefe kokiri; o el Árbol Deku, guardián del bosque que ponía a prueba el pequeño héroe antes de empujarlo a explorar el resto de Hyrule. Figuras como las suyas o la de la princesa Zelda dejarían huella en el argumento incluso si su participación era breve; pero para Miyamoto, la clave era seguir sorprendiendo con interacciones llamativas de forma casi constante, allá a donde fuese el jugador, aunque dedicase su tiempo a hablar con personajes “irrelevantes” en el marco de la épica central.

Esta máxima llevó a multiplicar el número de pequeñas historias secundarias, como la tensa jerarquía del rancho Lon Lon, los pesares de la criadora alérgica a sus cucos, el minijuego de excavación del sepulturero Dampé, las sesiones de improvisación musical con los duendes Skull Kid o la compra-venta de máscaras para las que Link debía encontrar nuevos dueños. También fue la motivación para diseñar varias razas inéditas, que convirtieron por primera vez a Hyrule en el reino multicultural que no ha dejado de ser desde entonces. Después de nacer y vivir entre los kokiri, raza de niños que nunca crecían ni abandonaban el bosque del mismo nombre, Link se tenía que aventurar en un mundo tan desconocido para él como para los jugadores, emprendiendo un viaje que trataría más sobre conocer otros pueblos y establecer nuevos lazos que simplemente sobre derrotar a enemigos y resolver puzles.

La premisa de conseguir tres reliquias para acceder a la Espada Maestra era un recurso heredado de A Link to the Past; pero donde el juego de SNES las había limitado a premios por completar las primeras mazmorras, en Ocarina of Time estaban vinculadas a las nuevas tribus, así que Link debía involucrarse en su problemas para demostrar que era digno de ellas. Ascender a la Montaña de la Muerte y conocer a los goron, seres comerrocas que contrastaban su fuerza con un carácter afable, pero se encontraban en una pequeña crisis antes la presencia de dinosaurios dodongo en la cueva de la extraían su comida; y remontar el curso del río descubrir que los zora ya no eran los monstruos que escupían proyectiles al jugador las primeras entregas, sino unos esbeltos hombres pez con aletas y su propia civilización.

Cierto, el camino de Link seguía culminando dentro de las mazmorras en las que debía demostrar su valía; pero ahora ese camino tenía eventos más variados e interesantes a cada paso. Como guiarse por el oído en el laberíntico Bosque Perdido para regresar junto a Saria y aprender la canción de la ocarina —tocada nota a nota como un instrumento real— con la que animar al jefe goron. O investigar la desaparición la princesa zora consiguiendo una escama de su tribu para bucear a mayor profundidad y encontrar la botella con mensaje de socorro que la corriente había arrastrado hacia el Lago Hylia. Link’s Awakening, el Zelda de Game Boy precedente, ya se había caracterizado por hacer más hincapié en esta clase de pequeñas aventuras intermazmorra; pero Ocarina of Time lo llevó al siguiente nivel, y estableció el molde de la aventura moderna gracias a esas y muchas otras de sus viñetas.

La presencia de nuevas razas, con sus diseños, personalidades y melodías —Koji Kondo firmó uno de sus trabajos más memorables— hizo del primer Hyrule en 3D uno de los mundos más expansivos e intrigantes de su época, y los descubrimientos no paraban desde que Link lo revisitaba como adulto. Era en la segunda mitad cuando descubría el turbulento pasado de los sheikah, tribu de ninjas casi extinta que ocultaba una red de túneles con prisiones y cámaras de tortura bajo Kakariko. Y también cuando visitaba el pueblo del gran villano de la saga, Ganondorf: en el mismo año en el que Tenchu, Metal Gear y Thief consolidaron el sigilo 3D como género de entidad propia, Ocarina ofreció un elaborado nivel de infiltración en la guarida gerudo donde no bastaba con evitar miradas —como al burlar la guardia del castillo de camino hacia Zelda—, había que usar con habilidad el arco para noquear a las ladronas desde la distancia.

En el corazón de los laberintos

Lo mejor de esta renovada riqueza fuera de las mazmorras es que tampoco implicó descuidar el interior de las mismas. No por nada Eiji Aonuma, actual productor de la saga, se ganó el puesto de director en entregas posteriores como Majora’s Mask, The Wind Waker y Twilight Princess: a pesar de estrenarse en la saga a través de Ocarina of Time, su trabajo como máximo responsable de sus laberintos le hizo ascender puestos rápido. Aonuma no era particularmente fan del enfoque más centrado en los combates del Zelda original, pero sí le habían gustado los mecanismos más ingeniosos introducidos a partir de A Link to the Past. Así que, tras la mediación de Miyamoto, se vio al frente del equipo que tendría que discurrir los primeros ambientes, arquitecturas y rompecabezas diseñados para aprovechar las tres dimensiones, como el impactante salto al vacío necesario para romper una telaraña en el Árbol Deku.

El trabajo de este equipo no solo conllevaba crear los puzles como tal, también plantear misiones que diesen identidad a cada mazmorra, como por ejemplo la búsqueda de cuatro fantasmas en el Templo del Bosque. En algunos casos, las mini historias daban continuidad a las empezadas en el exterior. La expedición para rescatar a Ruto, la princesa zora, podía empezar fuera; pero una vez dentro de la barriga del pez Jabu-Jabu —que engullía a Link tras una ofrenda—, el jugador debía colaborar con ella para activar interruptores. Lo mismo ocurría en el Templo del Fuego al que Link acudía tras encontrar la ciudad goron vacía: casi toda la tribu había sido encerrada por Ganondorf para ofrecerla como sacrificio al dragón Volvagia, así que el jugador debía ir de celda en celda, rescatándolos a la vez que coleccionaba llaves para progresar.

Por supuesto, el cambio de enfoque no quitó que los ítems siguiesen siendo los grandes protagonistas de estas incursiones. A pesar de la colaboración con Ruto, el bumerán era esencial para derrotar a los tentáculos que bloqueaban el acceso a algunas partes de Jabu-Jabu con columnas electrificadas. Y a pesar de que el recorrido a través de las celdas de los goron iba desenredando el diseño del Templo del Fuego, sin conseguir el martillo Megatón, Link no podría activar interruptores oxidados, tirar abajo las estatuas que tapaban algunas puertas o derrotar al propio Volvagia. Lo mismo se aplicaba a los fantasmas del Templo del Bosque, escondidos en cuadros donde solo eran vulnerables al arco. O la magia de las brujas Koume y Kotake, que debía ser rechazada desde una hacia la otra con el mismo escudo espejo que los jugadores habían usado para redirigir la luz en el Templo del Espíritu.

Algunos incluso requerían acudir a pequeñas mazmorras intermedias, dedicadas a conseguirlos antes de entrar a los grandes templos donde se usarían a fondo. Era el caso de la lente de la verdad, oculta en el pozo de Kakariko tras una batalla contra el grotesco Dead Hand, criatura que atrapaba a Link con manos que emergían del suelo. También era el caso de las botas de hierro, premio por superar la caverna de hielo, un pequeño aperitivo antes del desafío entre los desafío. La mazmorra más compleja e infame de Ocarina of Time... No, de todo Zelda: el Templo del Agua. Una gran torre-vestíbulo sumergida bajo el Lago Hylia, con salidas en todas las alturas y direcciones, y varios lugares desde los que alterar el nivel hasta el que llegaba el agua en su interior. Brillante y a la vez controvertida, fue probablemente el mayor reto de orientación espacial que se atrevió a plantear Aonuma en toda su carrera.

Trascendiendo a las limitaciones del tiempo

25 años después del estreno, las mazmorras de Ocarina siguen proyectando una sombra larga sobre muchas de las posteriores, dentro y fuera de la saga. Llegar antes no siempre es llegar mejor, y el primer Zelda 3D no fue una excepción —algunos arcaísmos como equipar las botas de hierro a través del menú de pausa delatan su edad—. Pero donde la mayoría de contemporáneos podrían haber sacado pecho si hubiesen recreado igual de bien al menos uno de sus componentes, a elegir libremente entre el confort de los combates, la viveza del mundo o el diseño de los mecanismos que hacían funcionar sus puzles, Ocarina of Time hizo todo a la vez y luego fue incluso más allá. Lo fusionó como parte de un conjunto armónico que adquiría mayor resonancia temática y emocional a través de su exploración del tiempo.

No lo hemos tocado hasta ahora porque a estas alturas explicar que el pequeño Link quedaba atrapado en el Reino Sagrado y regresaba a Hyrule siete años después de empezar su aventura es como explicar a quién rapta Bowser en Super Mario, o a quién asesina Sefirot en Final Fantasy VII: un elemento argumental tan arraigado en la cultura del videojuego que no necesita elaboración. Pero en Ocarina of Time, la Espada Maestra no era la simbólica llave que abría acceso a un reino alternativo como en A Link to the Past, sino la que permitía ver el mismo mundo desde otra perspectiva. Una mucho más siniestra, ya que seguía a la conquista de Hyrule por parte de Ganondorf. Pero también una con lugar para el optimismo a medida que Link restablecía sus viejos lazos y se preparaba para ser el héroe que no había logrado ser de niño.

Al igual que al ir de la breve caverna de hielo al intimidante Templo del Agua, la tímida —aunque meritoria en contexto— implementación del ciclo día-noche era solo un preludio de los cambios más drásticos que esperaban al viajar entre épocas: Ganon había levantado una fortaleza en el lugar del castillo, el bullicioso mercado había caído presa de los ReDead, el dominio zora había sido congelado y el bosque de los kokiri estaba plagado de monstruos. El que horas antes había servido como campo de juego seguro para entrar al mundo y acostumbrarse a los controles, ahora era hogar de plantas carnívoras gigantes, octoroks y las burlonas malezas deku. Pero más perturbador si cabe era reencontrarse con los pequeños niños escondidos en sus cabañas: solo Link había crecido, y ninguno de sus vecinos, salvo Saria, serían capaces de reconocerlo incluso después de restaurar el orden natural del bosque.

De forma intencionada o accidental, Ocarina era una metáfora del salto de las dos a las tres dimensiones. El hecho de que también fuesen siete los años que le separaban de A Link to the Past podía ser una feliz coincidencia; pero incluso obviando el alineamiento numérico, el Zelda de Nintendo 64 marcó un cambio de paradigma, una transformación irreversible. Sí, todavía se podrían seguir haciendo juegos en 2D, del mismo modo que Link podría devolver la Espada Maestra a su pedestal para regresar al pasado: solo así accedería a algunas mazmorras exclusivas de esa época, como el citado pozo de Kakariko; o completaría posibles historias pendientes, como memorizar la canción que en el futuro le permitiría reconectar con la yegua Epona y cabalgar por la pradera de Hyrule. Pero aunque hubiese margen para un retroceso puntual, la historia había cambiado. El medio había cambiado.

Ocarina sacrificó la Hyrule del pequeño Link para construir un drama más adulto sobre las ruinas de su futuro; y Nintendo sacrificó la densidad de los Zelda 2D para crear una épica tridimensional con nuevas posibilidades. Con espacios más creíbles y mecánicas más elaboradas. Una vez atravesado ese umbral, no se podía desaprender lo aprendido. Por eso al final de la aventura, tras derrotar y sellar a Ganon, el desenlace para Link era agridulce: había cumplido su objetivo y, gracias al poder de Zelda y la ocarina del título, podía regresar a su vida anterior como un niño del bosque. Pero ya no encajaría. Ya sabría que no era un kokiri y algún día crecería. Ya no tendría la compañía de Navi, el hada-tutorial que le había enseñado cómo ser un héroe. Y tampoco olvidaría todos los horrores batallados en el inframundo.

Un final así solo podía llevar hacia un juego como Majora’s Mask, secuela incluso más sombría donde el mismo Link abandonaba Hyrule para verse envuelto en una suerte de purgatorio cíclico. Pero para el medio, la moraleja fue bastante más positiva. No solo porque el juego como tal se contó entre los mejores juegos de su generación, también porque de él aprendieron muchos de los que se contarían entre los mejores de las siguientes. Por eso el 99 de media en Metacritic siempre será hiperbólico y a la vez apropiado: porque quizá hay juegos mejores; quizá los años permitieron añadir y refinar mecánicas, contar historias más complejas o multiplicar el tamaño y el nivel de detalle; pero ningún juego que existe en una continuidad que pase a través de Ocarina of Time ha tenido realmente el mismo impacto que Ocarina of Time.

The Legend of Zelda: The Ocarina of Time

  • N64
  • Acción
  • Aventura

Acompaña al héroe legendario Link en sus viajes por Hyrule y a través del tiempo para frustrar los planes de Ganondorf. Empuña increíbles armas y objetos, combate contra feroces jefes y resuelve estimulantes enigmas en esta aclamada entrega de la serie Zelda. Tanto si lo vives por primera vez como si no, la versión original de Nintendo 64 es un tesoro en la historia de los videojuegos. Con sus innovadores gráficos 3D, un sistema de combate altamente influyente y una cautivadora historia, ¡The Legend of Zelda: Ocarina of Time es toda una obra maestra!

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