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Especial 1998

25 años de Half-Life, el Shooter que evolucionó la narrativa en videojuegos

Celebramos el clásico de Valve, un FPS que se desmarcó de juegos como DOOM, Quake o GoldenEye ofreciendo una aventura mucho más inmersiva.

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25 años de Half-Life, el Shooter que evolucionó la narrativa en videojuegos

Hubo un tiempo, ahora ya lejano, en el que todo juego de acción en primera persona estaba a la sombra de DOOM incluso aunque fuese mejor que DOOM. Estrenado a finales de 1993, este simulador de matademonios no fue el primer juego creado por Id Software, ni siquiera fue su primer First Person Shooter —el también trascendental Wolfenstein 3D se niega a caer en el olvido con buena razón—, pero sí fue el que marcó cada comparación en el marco del género de ahí en adelante. Aun si era para recalcar sus diferencias: el humor gamberro de Duke Nukem 3D, la tecnología genuinamente tridimensional de Quake o el espionaje de GoldenEye, entre otros ejemplos ahora menos recordados, existían en una continuidad que casi siempre llevaba a referenciar el título que había puesto de moda jugar con una pistola en la pantalla.

Pero entonces llegó noviembre de 1998, y un estudio novato llamado Valve dijo que no necesitaba pistola para enganchar a los jugadores a su Shooter. Los puso en un monorraíl y los llevó de excursión por las instalaciones de Black Mesa. Durante varios minutos sin posibilidad de abandonar la cabina, pero con libertad para moverse por su interior para mirar a un lado y a otro. Ver maquinarias y trabajadores. También el cielo durante la breve salida a un cañón antes de que el raíl volviese de nuevo al interior. Y luego, hacia abajo. El misterio y el asombro se iban acumulando por cada minuto extra de viaje. Y una vez fuera del monorraíl, la exploración seguía a pie por los pasillos, saludando a otros empleados y recibiendo instrucciones. La sensación era inevitable: no habíamos venido solo a pegar tiros, también a habitar un mundo.

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El entorno como personaje

Una vez allí, el jugador podía dirigirse hacia la estancia donde tendría lugar el experimento que pondría todo patas arriba —siempre que antes encontrase y vistiese el traje de protección naranja que durante dos décadas y media ha caracterizado a Gordon Freeman—; pero también podía tomarse su tiempo para curiosear el entorno. Gastar una broma al recepcionista activando la alarma de su mesa. Sobrecalentar la comida de un científico encendiendo el microondas de la sala de descanso. Pararse a escuchar conversaciones ajenas y ser recriminado por la tardanza. Abrir la taquilla del propio Freeman para ver qué podía guardar en su interior un físico teórico mudo a punto de convertirse en uno de los personajes más emblemáticos de la historia de los videojuegos. Lo típico. Solo que antes de 1998 no lo era realmente.

Por supuesto, el medio llevaba años ofreciendo historias interesantes, personajes memorables y mundos elaborados. Pero el naturalismo de Half-Life marcó un punto y aparte. Explotó el espacio intermedio entre la acción ágil de DOOM y la inmersión que ofrecía su misma perspectiva a un juego mucho más pausado y metódico como System Shock, creando en el proceso una experiencia inmediatamente distintiva. Cuando algo en el experimento salía mal y un puente entre la Tierra y la dimensión Xen permitía que criaturas alienígenas cruzasen para apoderarse de Black Mesa, Half-Life podía acercarse más al ritmo de los juegos de Id Software, pero nunca dejaba de presentar su mundo como un entorno tangible, diseñado con la lógica de un espacio real y práctico para enfatizar todavía más el horror anormal de la masacre.

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Parte de la magia surgió la condición de novata de Valve, que se formó al mismo tiempo en el que se creaba el propio Half-Life. Fundado por dos exempleados de Microsoft, Gabe Newell y Mike Harrington, el estudio tenía poca experiencia y una jerarquía poco definida. Algo que durante los primeros meses llevó a una versión tan poco satisfactoria que decidieron retrasar el juego un año y rehacerlo por completo. Esta vez, cambiando la dinámica y organizando constantes tormentas de ideas en grupo: las interacciones con el escenario, las funciones de otros personajes, los diseños de los aliens, sus comportamientos, los cambios de localización, los eventos importantes de cada capítulo... Primero pensaron en piezas individuales, luego tejieron un hilo narrativo para atarlas y llevar al jugador de una en otra con naturalidad, como si él moviese la historia en vez de ser la historia le que le empujase a él.

En 2023, sus trucos pueden ser evidentes y por momento bastante artificiales, ¿pero en 1998? No había nada igual. A pesar de partir del motor de Quake —que licenciaron y modificaron de forma tan extensiva que sería un éxito en sí mismo, con fans usándolo para crear expansiones de la historia o el fenómeno multijugador Counter Strike—, en Valve consiguieron mejorar varias áreas clave que definirían la identidad del juego. Uno fue la animación de personajes a partir de esqueletos virtuales en vez de usando un set predeterminado más rígido, lo que permitía conseguir reacciones más realistas e involucrarlos en más situaciones más variadas. Fue un avance visible durante las partes de jugabilidad pura, pero también útil para crear montones de pequeños eventos guionizados, como los ataques de los alienígenas a los empleados de Black Mesa que reforzaban el caos desplegado alrededor del jugador.

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En algunos casos, funcionaban casi como secuencias que el jugador contemplaba sin capacidad de afectar a su resultado. Ingeniosos avisos sobre una amenaza inminente —como la entrada en escena de un nuevo alien— o sobresaltos de película de terror que vendían la idea de un entorno hostil e impredecible; aunque seguían siendo más efectivos por ocurrir en tiempo real, dentro del escenario a la vez que nos movíamos por él. Muchas otras veces, no obstante, estos eventos sí eran interactivos: si el jugador disparaba a los enemigos antes de que asesinasen a sus víctimas, podía salvar a los científicos o guardas en peligro, consiguiendo un sentido agradecimiento, un posible aliado con el que progresar por el siguiente par de estancias o incluso el acceso a salas extra con botiquines y municiones a modo de recompensa.

Descubrir esto incitaba a jugar todavía más atento al entorno para no desaprovechar las posibles oportunidades que brindasen los siguiente eventos, creando así la ilusión de un mundo reactivo que no se disipaba aunque muchas de sus ocurrencias estuviesen predestinadas por el código. En Valve sabían que la clave era alternar, así que por cada momento en el que un ascensor se desplomaba con varios científicos dentro para atraer la atención hacia el camino de emergencia por las escaleras de su hueco, había otro en el que el jugador debía deducir que las cajas de diferente tamaño de un pasillo se podían empujar para improvisar una escalera hacia un conducto de ventilación. El componente físico del mundo era tan importante como el meramente visual, dando verosimilitud a un campo de juego que pronto trascendió a los disparos que casi siempre habían caracterizado a los derivados de DOOM.

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De la sartén al fuego

Conste que eso tampoco implica que la acción no fuese importante, porque lo era. A diferencia de otra de las sagas de Valve, Portal, y muchos juegos ajenos influenciados por su acercamiento al entorno como personaje (la historia de los walking simulator está indisolublemente ligada a la suya), Half-Life en absoluto renegaba de su condición de Shooter. El juego tenía un arsenal incluso más amplio que los FPS de Id Software, empezando con la icónica palanca para después introducir gradualmente pistolas, escopetas, ametralladoras, revólveres, ballestas o prototipos de rayos láser, además de varias armas de origen alienígena. Algunas incluso venían con doble función al pulsar el botón derecho del ratón (la ametralladora, por ejemplo, también actuaba como lanzagranadas, y la escopeta podía disparar dos cartuchos a la vez). Pero en su escalada dosificada estaba otra de las claves, pues el diseño de encuentros no dejaba que esos números resultasen en una sensación de verdadero control.

Los headcrabs podían saltar en cualquier momento de cualquier rincón, manteniendo al jugador alerta —y dando valor a la palanca— muchas horas después de empezar; los vortigaunt se teletransportaban a su gusto, apareciendo en lugares que segundos antes eran seguros; y los barnacles tendían sus lenguas desde el techo para atrapar a los incautos que las pasaban por alto, resultando en situaciones donde la posterior caída al liberarse podía resultar incluso más dañina que sus propias mordidas. Eso sin olvidar minijefes de uso más esporádico, como los ictiosaurios que atacaban bajo el agua, limitando las armas viables; o los gargantuas, invulnerables al arsenal convencional para que el jugador los atrajese hacia una centralita eléctrica o los situase bajo un ataque aéreo. Puede que los aliens de Half-Life no tuviesen las rutinas más sofisticadas, pero sus propiedades se optimizaban a lo largo de todo el desarrollo.

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Y luego, claro, estaban los enemigos humanos. Porque en otra de esas decisiones que empujaron el juego desde la excelencia hacia la maestría, en Valve decidieron que la aventura no iba a ir simplemente sobre la huida de Black Mesa en medio de una invasión extraterrestre, también sobre la supervivencia todavía más extrema que le esperaba a Freeman cuando el gobierno enviara fuerzas especiales para eliminar cualquier rastro de los experimentos. Algo que naturalmente incluía a los nativos de Xen, pero también a los científicos, que empezaban a ser asesinados a sangre fría por los soldados ante la atónita mirada de los jugadores. Cuando estos ya se estaban empezando a acostumbrar a lidiar con criaturas de otro plano de existencia, Half-Life se recrudecía con más gore y también mayor dificultad, puesto que los nuevos rivales trabajaban en grupo y podían usar armas más letales desde la distancia.

En retrospectiva, mirando hacia atrás con decenas de Call of Duty y similares en las estanterías, la acción de humano contra humano puede parecer más genérica ahora; pero en su contexto, no solo abría terreno nuevo en un panorama aún dominado por demonios, alienígenas y dinosaurios —¿recordáis cuando Turok era una saga million seller?—, también elevaba la capacidad de Valve para crear eventos memorables y lucir las posibilidades de su inteligencia artificial al plantear multitud de escenarios de fuego cruzado entre los marines y los invasores de Xen. El jugador podía llegar a un lugar, ver a un alien y empezar a disparar por instinto antes de darse cuenta de que en otro rincón ya había un par de soldados dando cuenta de él. A veces no solo era viable, sino recomendable escapar; aunque otras, todas las miradas podían fijarse a la vez en Freeman, creando una situación de peligro máximo difícil de superar.

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En el fondo, la historia de Half-Life era simple, al menos sobre el papel. Más que en otros juegos previos, con elaborados trasfondos en los manuales y secuencias para añadir contexto extra entre sus misiones. Pero esa era la cuestión: Half-Life no necesitaba manual, ni secuencias, ni interrupciones entre misiones. Todo el juego, desde el viaje inicial en monorraíl hasta los créditos, era una narración constante a través de sus combates, entornos y las sorpresas que se encadenaban sin necesidad de cambiar perspectiva o quitar control al jugador. Bueno, salvo aquel momento en el que unos soldados emboscaban y noqueaban a Freeman para dejarlo dentro de una prensa compactadora. Varios segundos de fundido a negro, un pequeño viaje a bordo de un vehículo y al despertar tocaba buscarse la vida, saliendo de la prensa gracias a las cajas apiladas y recuperando el armamento para sobrevivir al resto del camino.

Había una agudeza en el guion —cortesía de Marc Laidaw— no presente en los FPS anteriores y muchos posteriores, pero el drama y los gags situacionales eran más meritorios dado su medio y contexto. Incluso si GoldenEye ya había dejado atrás con éxito la idea de conseguir llaves de colores para abrir puertas a juego, el diseño de Half-Life era más efectivo a la hora de fusionar historia y objetivos. Uno de los mejores ejemplos giraba en torno a los tentáculos resistentes al armamento y capaces de matar a Freeman de un golpe: un científico moribundo sugería achicharrarlos con el cohete que tenían encima, pero del jugador dependía discurrir el laborioso proceso, primero usando granadas para desviar su atención con el ruido, y después siguiendo los tubos de colores hacia los sitios donde debía activar la energía y el combustible antes de regresar para quemarlo con un botón en el punto de partida.

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El inolvidable camino hacia Xen

Y ya que hemos citado a GoldenEye un par de veces, tampoco sobra recordar que Half-Life también tenía su propia presa desde la que saltar, evitando los disparos de un helicóptero militar. Bajo el agua esperaba uno de los ictiosaurios, dificultando el giro de la válvula que abría la compuerta hacia el otro lado; pero ni siquiera lidiar con él a pistoletazos era suficiente, puesto que en el interior de la presa había hélices que rebanarían al instante a Freeman si intentaba cruzar sin desactivarlas. Así que había que reemerger, escalar a una torre cercana, y buscar el botón oportuno con cuidado de no ser acribillados por el helicóptero. Es un ejemplo más entre decenas que ilustra la clase de enfoque que adoptó Valve a la hora de construir un desarrollo con más en común con clásicos posteriores como Half-Life 2 o Resident Evil 4 que con sus contemporáneos. Half-Life era un Shooter, pero también una aventura.

Las conexiones sin fisuras entre “niveles” —un pequeño parón de un par de segundos era la única concesión necesaria para cargar el siguiente— hacían mucho por lograr esa sensación, pero no más que el diseño dentro de ellos, o la variedad al pasar de unos a otros. Como puerta de entrada al mundo Half-Life, Black Mesa perduró como uno de los más emblemáticos de la saga (tanto, que el fantástico remake mantuvo ese nombre como título), pero el viaje de Freeman estaba lleno de paradas interesantes. Lugares con sus propios ambientes y mecánicas, como una planta de residuos con plataformeo por cintas transportadoras, o los túneles que requerían avanzar sobre un pequeño tren de conducción manual del que había que bajar cada poco para activar mecanismos y levantar las barreras custodiadas por los enemigos.

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La mención a Resident Evil 4 antes tampoco fue gratuita, y la escalada hacia la acción más despendolada de la isla en el juego de Capcom sonó casi como un eco de algunas partes en el juego de Valve, donde Freeman también se vio luchando ferozmente por su vida entre trincheras, en el borde de acantilados o en el interior de instalaciones militares. El jugador incluso podía cobrarse venganza del helicóptero que le había estado molestando durante varios tramos estrenando un lanzamisiles con apuntado teledirigido. Era una sección de tintes mucho más bélicos, aunque seguía recordando que era el mismo Half-Life de horas antes por la irrupción de los aliens en la mezcla y el ocasional descanso para resolver pequeños puzles en el entorno: torretas y tanques debían ser eludidos, pero a veces también disparados por el propio jugador para progresar a través de puertas que no se abrían con interruptores.

Aunque podían aparecer algunas frustraciones por el camino —tampoco vamos a negar era de esos juegos que se beneficiaban de tener los guardados y cargados rápidos en teclas dedicadas—, el sentido del ritmo y la variedad de Valve ya era extraordinario entonces. El Complejo Lambda lo demostraba volviendo a un entorno cerrado, basado en una exploración menos lineal con backtracking al tener que buscar y activar dos interruptores para inundar la sala de un reactor y subir buceando por ella. Luego tocaba un pequeño aperitivo de lo que algún día sería Portal, con bolas de luz que funcionaban como puentes de teletransporte hacia sus extremos opuestos. Por supuesto, sería una ejecución mucho más simple de la que depararía todo un juego centrado en ella, pero dio pie a un nuevo y ocurrente desafío de lógica —y plataformeo— cuando otros FPS ya estarían más que listos para cortar a créditos.

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Half-Life, sin embargo, seguía. Aunque ya no en la Tierra: el tramo final llevaba a Freeman hacia Xen para completar allí su arco. Una aventura que había empezado en el momento más mundano posible, saludando a compañeros de trabajo y encendiendo un microondas para ver si funcionaba, solo podía terminar en otro mundo, planeando con una mochila propulsora entre islas flotantes, interactuando con tecnología casi ininteligible y descargando munición contra nuevos tipos de criaturas que no habían tenido oportunidad de cruzar hacia el otro lado. Fue la parte más extraña, y también la más controvertida: desde Valve nunca ocultaron que era un añadido tardío, y que no tuvieron tiempo de refinarlo al nivel del resto del juego, razón por la que una de las principales aportaciones del remake Black Mesa sería rediseñarla a fondo para terminar en la nota que Half-Life merecía.

Pero disfrutada o simplemente tolerada, la recta final del original difícilmente redujo su legado. En 1998, Half-Life cambió la industria, y su impacto se nota todavía hoy, 25 años después del estreno. De forma directa en sus expansiones y secuelas, como el reciente Alyx; pero también de forma indirecta en cada juego que rechazó la narrativa más cinematográfica de obras como Metal Gear Solid para sumergir a los jugadores en historias que se desplegaban a su alrededor en tiempo real, mientras seguían conectados al componente que definía la experiencia de juego como tal. Superado como puede haber sido en gráficos, argumento o set pieces desde entonces, Half-Life siempre tendrá un lugar de honor en el olimpo de los videojuegos por haber llevado a nuevas cotas la herramienta más importante de todas: la interactividad.

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Half-Life

  • PC
  • Acción

Half-Life, diseñado por Valve y publicado por Sierra Online, es un título con una fuerte línea argumental e incorpora probablemente la más sofisticada inteligencia artificial vista en un juego hasta la fecha.

Carátula de Half-Life
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