Los mecanismos del horror en videojuegos
Empezamos octubre, mes dedicado al terror, tratando algunos de los recursos que utilizan los juegos para meternos el miedo en el cuerpo.
Empieza la cuenta atrás para Halloween, celebración ya del todo establecida en nuestro país y disculpa que muchos aprovechamos para recordar o rejugar nuestros juegos de terror favoritos. Naturalmente, 2020 no iba a ser una excepción aunque los sustos estén llegando algo más repartidos. Así que durante las próximas semanas seguramente surjan infinidad de debates sobre los mejores exponentes del género y las compañías también aprovecharán ese tirón para hacer lanzamientos. Es el caso, por ejemplo, de Amnesia: Rebirth (20 de octubre), el port consolero de Song of Horror (el 29) o la nueva entrega de Dark Pictures Anthology, Little Hope (el 30).
Como preludio a todo ello, hoy vamos a hacer algo un poco diferente y tratar el terror de una forma un poco más amplia. El objetivo aquí no será tanto mirar hacia sagas o juegos específicos —aunque algunos nos resulten particularmente útiles— como intentar entender dónde reside su atractivo y también ver algunos de los recursos de los que disponen los desarrolladores para crear esa tensión que cruza a través de la pantalla para recorrer nuestra espina dorsal. Son los mecanismos del horror, el intrincado arte de conseguir que pasarlo mal sea una experiencia gratificante.
Punto de partida: La interactividad
Los videojuegos son un medio joven en comparación con la literatura o el cine, pero eso no le ha impedido ser uno de los que más han evolucionado en lo que respecta a las aplicaciones del terror. Gran parte de ello se debe, como es lógico, a la propia evolución técnica, que en el lapso de pocas décadas ha permitido a los estudios pasar de crear monstruos usando sprites sencillos a construir entornos tan realistas que la simple insinuación de un peligro podría sobrecoger al más pintado.
Pero más interesante si cabe es el hecho de que en ellos el terror no suele ser un género en sentido estricto. Aunque en otros medios el individuo desempeñe una función activa como espectador o lector, sigue siendo un receptor pasivo de la narración. La asimila e interpreta, pero no condiciona los eventos (salvo por la ocasional excepción que confirma la regla), así que se pueden catalogar simplemente en base a su temática, sea horror, acción, comedia o una combinación de varias. Por supuesto, esta clase de etiquetas también se aplican a muchos videojuegos, pero son insuficientes porque la mediación del jugador resulta esencial para el progreso, así que es necesario definir primero los términos en los que se da dicha mediación.
Esto abre otra tangente que exploraremos más adelante, pero antes es importante insistir en la trascendencia que tiene ese giro hacia un papel activo. Mientras que otros medios son capaces de generar suspense, ansiedad o incluso pánico mediante recursos como descripciones minuciosas de pensamientos y entornos, oscuridad, imaginería macabra, música enervante o cambios repentinos en el sonido, a todo ello los videojuegos añaden la falibilidad. Una película siempre llegará a la conclusión predeterminada a menos que dejemos de verla. Un libro se ceñirá a cada punto y coma aunque lo releamos diez veces (de nuevo, salvo excepciones muy puntuales como «Elige tu aventura»). En un juego, el jugador no solo sigue a un protagonista, también es protagonista. El que comete los errores y paga sus consecuencias.
Obviamente, este coste no es comparable al del avatar virtual, quien puede ser asesinado de la forma más brutal que se les ocurra a los desarrolladores, pero sí implica una pérdida de control a nivel figurativo y literal. El lazo que une jugador y personaje se corta, y con él la propia narrativa, que retrocede y restaura dicho control en un punto previo desde el que podemos volver a enfrentarnos a la misma situación con más experiencia, habilidad o incluso intención de buscar una alternativa lateral. Claro que este principio se aplica tanto a un Silent Hill como a un Space Invaders o un Super Mario, ya que el videojuego por definición incluye el error en casi todos sus fórmulas y tonos incluso aunque la muerte no siempre sea el resultado del fracaso.
Al otro lado de la pantalla: La inmersión
La interacción, por tanto, refuerza los mecanismos del terror, pero antes hay que establecerlos, porque ni la posibilidad de perder es suficiente para generar ansiedad, ni la ansiedad se manifiesta siempre en un contexto de horror. Aquí es donde la cosa se complica tanto por la subjetividad intrínseca del miedo como por el concepto de inmersión, que a menudo tiene un componente tecnológico y artístico, pero también suele ir ligado a uno conceptual. Algo que se pudo ver ya desde los primeros ordenadores y consolas 8-bits, donde una forma tan primitiva como efectiva de horror se podía experimentar en aventuras point-and-click orientadas a crear tensión a partir de textos e imágenes (Uninvited, Shadowgate) mientras que adaptaciones de películas como Halloween o Posesión Infernal pecaban de ser homenajes estéticos excesivamente simples y arcade para infundir sensaciones similares.
Hablando de estética, y aprovechando que MediEvil —uno de los juegos de Halloween por antonomasia— fue rehecho con gráficos punteros hace poco, también cabe recordar que la temática de terror no equivale a horror como tal. Así como Halloween, la fiesta, es un evento apto para los más jóvenes, juegos para todos los públicos también pueden incluir imaginería del género. Sin salir de los 32-bits, la mansión fantasma de Super Mario 64 es un buen ejemplo de nivel con atmósfera «de terror» e incluso algunos sobresaltos —como el piano que cobra vida e intenta devorarnos—, pero que nos costaría calificar como terrorífico a partir de los doce años.
El fondo del pozo o el Templo de las Sombras situados bajo Kakariko en Ocarina of Time ya son otra historia, y una buena muestra de la naturaleza del horror como algo gradual y no un cambio repentino de blanco a negro, en especial aquel basado en la meticulosa construcción de una atmósfera y no los simples sustos o «jump scares». En un ejercicio atípico para Nintendo —hasta el punto de que lo suavizaría años después en su revisión—, el primer Zelda 3D disponía de zombis que paralizaban a Link mediante chillidos fuertes y agudos, monstruos manchados de sangre y estancias decoradas por instrumentos de tortura, con un esfuerzo considerable también puesto en la música y la paleta de colores para incomodar a los jugadores de cualquier edad.
Huelga decir que estos elementos de terror no son tan explícitos o intensos como los incluidos en otros juegos orientados específicamente a público adulto ya en esa misma generación (Resident Evil, Silent Hill), pero resultan efectivos por el contraste que ofrecen a la exploración de la Hyrule superficial, grande y animada, sin tratar a esta parte como simples niveles para añadir variedad temática (caso de Super Mario 64), sino como una extensión natural de la misma, seria y coherente con el resto del mundo y su historia, que también helaría la sangre de los habitantes cercanos si tuviesen la más mínima idea de los horrores que moran bajo sus pies.
Solo en la oscuridad: Los efectos del aislamiento
Más allá de la ambientación tétrica, un componente no estrictamente necesario, pero sí habitual y efectivo durante la exploración de cualquier mazmorra subterránea, mansión encantada o estación espacial abandonada que se precie es el aislamiento. Alone in the Dark, una de las principales inspiraciones a la hora de consolidar el survival horror como género propio, no fue un juego particularmente oscuro a pesar de su nombre, pero sí fiel a la parte de la soledad. Cuando años después Capcom se propuso reimaginar el concepto de Sweet Home, no solo desechó las mecánicas de RPG e imitó el sistema de cámaras fijas —ideales para crear tensión controlando qué información entra o no entra en cada una de las pantallas—, también descartó la presencia de varios personajes en el grupo manejado por el jugador.
Si bien esta clase de decisión inicialmente pudo surgir de la simple economía del diseño, el resultado es otro de los factores que contribuyen a la sensación de vulnerabilidad. Aunque la presencia de secundarios puede aportar más dinámicas narrativas y jugables, aislar al protagonista es aislar también al jugador, que no encuentra el confort natural que suele proporcionar el componente social en casos de peligro o incertidumbre. Es cierto que las interacciones con otras personas también pueden generar ansiedad y Silent Hill, saga más interesada en perturbar usando el componente psicológico, a veces recurre a secundarios con conductas erráticas para incomodar a un nivel subconsciente. Pero por norma general, contar con una mano amiga, incluso aunque sea manejada por la IA o nosotros mismos (véase la precuela del propio Resident Evil, Zero), alivia parte de la tensión.
Muestras eficientes de esto también se pueden encontrar en aventuras solitarias que bordean los límites del terror como algún Metroid o Dark Souls. Este último es un caso bastante interesante porque, además de incluir mucha imaginería tradicional de horror en enemigos y localizaciones, ilustra de forma simultánea los efectos del aislamiento —el original más que sus sucesores al requerir mucho viaje a pie sin teletransporte— y el uso ocasional de NPCs para descolocar más que para reconfortar. También es buena demostración del cambio que surte en la percepción de su mundo conectarnos a internet para habilitar invasiones, las invocaciones para pelear acompañados contra jefes o la aparición de pistas que por norma general sirven de ayuda, pero pueden ser usadas para dar información no fiable y así favorecer un estado de paranoia. Algo de lo que, de nuevo, juegos como Silent Hill 2 saben un rato.
En resumidas cuentas, nada de esto pretende implicar que haya una forma «correcta» de diseñar o jugar a un título de estas características, ya que diferentes enfoques ofrecen diferentes atractivos. Project Zero II, uno de los grandes exponentes del terror en videojuegos —tanto que lo trataremos al detalle más adelante— optó por dos protagonistas sin renegar a una atmósfera espeluznante. Y Until Dawn, estreno popular de esta generación, se fue al otro extremo para plantear una aventura narrativa en grupo. Tener tantos personajes no solo le permite recrear dinámicas más propias del cine o la televisión, sino también mantener las muertes prematuras por acción del jugador como parte de la historia hasta su desenlace. A consecuencia, carece de la clase de vínculo que proporcionan otros juegos, pero funciona como una ventana efectiva hacia una experiencia más melodramática y morbosa.
Horror concreto vs. horror abstracto
Esta idea de controlar desde nuestro lado de la pantalla el destino de los personajes tiene, cómo no, su versión opuesta al otro lado. El jugador también puede ser manipulado, sobre todo con vistas a generar incertidumbre sobre el peligro al que nos enfrentamos o el propio mundo que nos rodea. Con esto nos referimos, por un lado, al horror concreto que, aun nutrido por elementos ficticios como zombis o alienígenas, se rige por una serie de leyes constantes que podemos comprender y utilizar a nuestro favor. Y por otro, al horror abstracto, cuya naturaleza es voluble o incluso inmaterial como en el caso de espectros, ensoñaciones o realidades distorsionadas que el jugador no llega a —o necesita— entender en su totalidad.
Como en el caso del aislamiento y la cooperación, se trata de una disyuntiva donde cada método aporta ventajas y experiencias propias. El terror tangible de juegos como Alien: Isolation o el reciente remake de Resident Evil 2 tiende a ser más orgánico porque delimita de forma clara qué podemos hacer nosotros y qué pueden hacer los enemigos, así que la tensión deriva sobre todo de la necesidad de sobreponerse a cada situación con acciones en mano del jugador. El terror de títulos como P.T. o The Evil Within, en cambio, es más proclive a tomarse licencias. A difuminar las reglas que rigen su funcionamiento para que la tensión surja de la impredectibilidad, de la sensación de que casi nunca estamos del todo en control porque no es una realidad que se pueda controlar, sino más bien a la que tenemos que reaccionar.
Este método, por ejemplo, no necesita camuflar las apariciones o teletransportes de una criatura como Lisa (P.T.) porque es parte de la naturaleza de su mundo y lo que infunde terror al explorarlo. Hacer lo mismo con el Xenomorfo o Mr. X, por el contrario, se vería como trampa y rompería la inmersión. Claro que esta clase de trucos, aunque no siempre perceptibles, se usan en ambas vertientes, y los tipos de terror no son polos opuestos, sino que se pueden complementar. Eternal Darkness, juego inspirado por el terror cósmico de Lovecraft, ligaba alucinaciones como la caída repentina de la cabeza del personaje, la inversión del escenario u otras triquiñuelas para romper la cuarta pared (desconectar el mando, bajar el volumen, simular borrado de partida) a un medidor visible y cuantificable que el jugador podía vaciar usando mecánicas concretas y así tener una experiencia algo más «terrenal» (idea de la que Bloodborne también haría su propia interpretación esta generación).
Precisamente la ruptura de la cuarta pared, aunque elemento fundamentalmente fantasioso y más propio del terror abstracto, afecta a un nivel primario porque alude directamente al jugador y no a su avatar. Así como recurrir a fobias comunes (arañas, serpientes) o jump scares tiende a conseguir un efecto inmediato por activar los instintos de autopreservación, este proceso explota otra vulnerabilidad visceral porque desplaza el foco del personaje hacia el jugador, creando un nuevo estado de alerta e hiperconciencia respecto a nosotros mismos. Es una de las principales razones por las que, a pesar de asentarnos en el terror tridimensional desde hace muchos años, juegos 2D como Undertale o Doki Doki Literature Club todavía consiguen perturbar.
Huída vs. confrontación
Cerramos el círculo retomando el primer punto, el componente interactivo, para ver algo mejor sus posibilidades prácticas. Como decíamos antes, el terror puede adoptar muchas formas y en el ámbito de los videojuegos eso incluye géneros, aunque un método de categorización frecuente es en base en la presencia o ausencia de combate. O en otras palabras, si las mecánicas se orientan la confrontación o la huída de la fuente de terror. Esta última vertiente era, de hecho, la más común en sus inicios, donde predominaban aventuras de texto con muertes instantáneas y juegos con movimiento demasiado limitado como para integrar un combate satisfactorio.
El afianzamiento del survival horror dio un giro casi total a eso durante la segunda mitad de los noventa y principios de este siglo, aunque después el terror sin combate tuvo un fuerte repunte de mano de juegos como Amnesia: The Dark Crescent, Outlast y otros indies que revitalizaron su interés. En un momento donde las sagas grandes no siempre convencían, directamente desaparecían o viraban de forma drástica hacia la acción (para muestra, la rápida aceleración de la trilogía Dead Space en apenas un ciclo generacional), la tecnología ya estaba en un punto donde los estudios pequeños podían construir atmósferas terroríficas con pocos recursos.
Este nuevo auge fue definido en gran medida por la mayor proliferación de la primera persona —perspectiva que facilitaba la inmersión a la vez que ahorraba trabajo con las animaciones y la cámara—, así como un gran incremento en la tasa de sustos pre-programados (scripts). Experiencias por lo general más breves y donde el jugador tiene menos control, pero a pesar de ello tan o más estimulantes a un nivel fisiológico por la generación de adrenalina. Algunos casos extremos de ese intercambio de la progresión más clásica por la sucesión de sustos han gozado de gran viralización (Five Nights at Freddy's), ya que ver a otros jugadores sobresaltarse a través de internet también se ha convertido en parte de la experiencia, aunque su recorrido como juegos tiende a ser más corto en otros sentidos que el de la simple duración.
Dicho esto, la eficiencia de esta nueva hornada apelando a nuestros instintos más primarios es incuestionable, y a consecuencia han condicionado el panorama del terror a un nivel más global: aunque años antes Condemned ya mostró un camino viable desescalando —pero no eliminando— la acción en primera persona, no fue hasta más de una década después cuando Resident Evil 7 decidió adoptar esa misma perspectiva y virar de la acción caricaturesca en la que se estaba moviendo la saga hacia una intimidad más cruda con el peligro, añadiendo de paso algunas secciones sin armas tan guionizadas que encajarían perfectamente en cualquier Outlast.
Siguiendo con la tendencia, en el terreno del combate —o falta de— tampoco hay una opción inequívocamente superior, aunque el uso de armas suele dar pie a un diseño más elaborado, ya que en cantidades bien medidas introducen variables como la gestión de munición u otros consumibles, así como la reflexión sobre las batallas que es aconsejable o no librar. El jugador tiene más responsabilidad, así que al temor visceral se añade otro de naturaleza táctica, sobre todo en juegos con penalizaciones más severas por la muerte —los Resident clásicos y sus salas de guardado con usos limitados vienen a la mente—. Claro que, por otro lado, el combate tampoco tiene por qué implicar el uso de pistolas, y ahí es donde reintroducimos la saga Project Zero.
Creado por Tecmo en los primeros años de PS2, el primer Project Zero (Fatal Frame en América) fue uno de tantos juegos que heredaron el diseño general y las cámaras fijas de los survival horror, pero también ofreció una visión única para esa disyuntiva entre el enfrentamiento y la huída: los fantasmas no podían ser dañados por medios materiales, pero tampoco debíamos escapar de ellos, sino mantener la posición para debilitarlos mediante el uso de una cámara de fotos mágica que requería buena posición y pulso firme con el apuntado en primera persona.
Poco después su secuela, subtitulada Crimson Butterfly, rizó el rizo con el añadido de una co-protagonista que reducía el antes expuesto desasosiego por el aislamiento prolongado, pero a cambio servía como nueva fuente de ansiedad al no disponer de cámara propia y ser un blanco fácil hacia el que los fantasmas se sentían más atraídos. Un buen recordatorio de que los mecanismos del horror no solo son muchos y muy variados, sino que también se pueden usar de muchas formas con efectividad. Ahora podríamos empezar de nuevo y escribir otro texto poniendo ejemplos diferentes para ilustrar ideas diferentes. O podemos apagar las luces y pasar un buen mal rato con el juego de nuestra elección. Ya es octubre, así que la excusa está puesta.