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PREVIA CARDINALS - PACKERS

El día con el que lleva soñando Carson Palmer toda una vida

El QB de los Arizona Cardinals afronta el duelo frente a los Green Bay Packers con la sensación de que este deporte, esta liga, le debe una.

Carson Palmer.
Getty Images

Permitidme remitiros, antes de contaros la que creo que es la historia más interesante de este partido de playoff, a la tremenda previa que mi compañero Rubén Ibeas ha hecho de este encuentro entre Cardinals y Packers. Ahora sí, dejadme que os cuente algo:

"No voy a mentir: ayer lloré como un niño. No soy un tipo emocional, pero..." y la voz se entrecorta. Es Carson Palmer. Es el 10 de noviembre del año 2014. El día anterior los Arizona Cardinals jugaban contra los Saint Louis Rams. En una jugada más, sin ninguna épica, sin ningún redoble de tambores que indicasen un momento crucial en la vida de una franquicia, diré más en la vida de un hombre, Palmer se fue al suelo al tratar de esquivar un sack del cornerback que le llegaba por su lado derecho. Crack. El pie izquierdo quedó plantado en el cesped, pero el cuerpo quiso girar. Crack. Ligamentos. De nuevo. Adiós.

Adiós a la temporada. Adiós al sueño de la Super Bowl, del anillo. El resto del año fue una ligera cuesta abajo del equipo, con Palmer en el quirófano, o en la camilla, o con muletas, o en la sala de rehabilitación. Esa cuesta abajo se inclinó hacia los playoffs como una endiablada pendiente tramposa y el equipo se pegó un memorable estacazo contra los Panthers. Allí, sin QB, perpetraron uno de los partidos ofensivos más lamentables de la historia de la NFL. Y se fueron a casa.

He dicho antes que ligamentos, de nuevo, porque esa rodilla izquierda ya había acabado con las aspiraciones de Carson anteriormente. Fue en el año 2006, en enero, el día ocho. Era la temporada 2005 y Palmer jugaba en Cincinnati. Aquel equipo había salido de la nada para convertirse en una máquina de jugar al football.

Un joven Marvin Lewis, entrenador de los Bengals ya entonces, había mimado a su QB elegido con el número uno del draft, el propio Carson Palmer, y le había dejado un año entero sentado viendo jugar a Jon Kitna. Macerado a fuego lento, había creado un equipo para que su nueva estrella les liderase a la tierra prometida. El plan había funcionado. Sólo dos temporadas después en Cincinnati entraban en playoffs con pinta de coco. Pero en la primera jugada del primer partido de postemporada en la franquicia desde hacía eones, a Palmer le cazaron en la rodilla izquierda y se la destrozaron de todas las maneras posibles. Ligamentos y menisco se hicieron trizas.

No lloró en aquel momento. La sensación de inmortalidad del ser humano sólo disminuye con el aumento de los años. Esa es una ley inviolable. Supuso que habría muchas más oportunidades, que aquel equipo sería aspirante muchos años. Descubrió que no funcionan así las cosas, que sólo el presente cuenta. Los Bengals no sólo perdieron aquel partido de playoff: los Bengals lo perdieron todo. La química, el orden, el cariño mutuo, el grupo, la paciencia, la tolerancia. Todo al carajo. No volvieron a oler playoffs hasta el año 2009 y los Jets no tuvieron piedad.

Carson Palmer pidió irse. Luego lo exigió. Al final se retiró. Tal cual. En la temporada 2010 aseguró que, con 80 millones de dólares en el banco, sólo jugaría por placer, y jamás para los Bengals. Paul Brown, dueño de la franquicia y tan cabezón como el QB, le dijo que no le traspasaría y que prefería verle pudriéndose antes que ayudándole en nada. Los Bengals draftearon a un tal Andy Dalton y, en efecto, Palmer comenzó a pudrirse.

Le salvó Hue Jackson. Le conocía de sus años en la universidad de USC, donde habían coincidido, y también de los Bengals, tres cuartos de lo mismo. Jackson entrenaba a los Oakland Raiders y tenía una espléndida relación con su antiguo equipo. Brown cedió, pero a que precio: una primera y una segunda ronda. Oakland pagó y Palmer volvió a jugar en la NFL.

Estuvo año y medio en los Raiders, donde pasó sin pena ni gloria. Tanto, que fue traspasado a los Cardinals por una sexta ronda. Una devaluación que explica lo que la liga pensaba de él: un tipo acabado. Sin asteriscos.

Pero la historia iba a girar de nuevo. Bruce Arians, el entrenador de Arizona, supo ver lo que le quedaba de football a Carson Palmer y le diseñó un ataque a su completa medida. El crecimiento de ambos, del equipo, de la franquicia, llegó hasta aquel día contra los Rams que hizo llorar a un tipo nada emocional. Pero, al contrario de lo que sucedió en Cincinnati, las lágrimas eran la clave. Las lágrimas explicaban que el hombre se veía vencido, harto de pelear, de remar contra corriente, siendo, ahora sí, consciente de su miserable mortalidad. Es esa autoconsciencia la que le ha impedido dar por hecho el éxito y el triunfo asegurado.

El sábado Carson Palmer saltará al campo de los Arizona Cardinals para enfrentarse a los Green Bay Packers en un partido de playoff. Lo hará como candidato a MVP de la temporada, liderando el mejor ataque estadístico de la liga en cuanto a yardas, y el segundo mejor en puntos, siendo tan favorito como cualquiera a ganar el anillo. Le ha costado toda una carrera llegar a este punto. Le ha costado habiendo sido el mejor, el más adulado, el chico de oro, desde el instituto, desde que tiene uso de razón. Pero ahora todo eso le da igual, porque este partido es con el que lleva soñando toda una vida.